Mensaje a la Vida Consagrada con motivo de la Jornada de Oración

Auditorio Fray Luis de León, ciudad episcopal de Santiago de Querétaro, Qro., a 28 de febrero de 2015

Año de la Vida Consagrada

 

 

Queridos hermanos consagrados y consagradas:

1. Motivados por la celebración eclesial del ‘Año de la Vida Consagrada’, y agradecidos por Dios por tantos consagrados y consagradas presentes en nuestras comunidades diocesanas, esta tarde, hemos querido vivir esta experiencia unidos a ‘Jesucristo Eucaristía’, escuchando su palabra y compartiendo la riqueza de los carismas que el mismo ha sembrado en el campo de nuestra Iglesia, conscientes que necesitamos de su gracia para poder renovar la alegría de la esperanza que nos da su llamamiento; conscientes que son estos momentos los que hacen de nuestra vida, algo diferente, algo realmente importante. Subir al monte con Jesús y contemplar su gloria, es lo mejor que nos puede pasar en la vida.

2. Quiero en esta tarde, decir una palabra en relación al texto del Evangelio (Mt 17, 1-8) que hemos escuchado, especialmente con la intención de darnos cuenta de la necesidad de estos momentos en la vida de todo consagrado, pues sin duda que en algún momento, hemos de bajar para dirigirnos hacia Jerusalén, donde hemos de dar la vida para la salvación de los demás. Captando con una visión de conjunto los rasgos esenciales de la vocación específica a la vida consagrada. La Transfiguración nos invita a abrir los ojos del corazón al misterio de la luz de Dios presente en toda la historia de la salvación.

3. El evangelista nos relata que seis días después Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y su hermano Juan y los llevó aparte a un monte alto. El monte —tanto el Tabor como el Sinaí— es el lugar de la cercanía con Dios. Es el espacio elevado, con respecto a la existencia diaria, donde se respira el aire puro de la creación. Es el lugar de la oración, donde se está en la presencia del Señor, como Moisés y Elías, que aparecen junto a Jesús transfigurado y hablan con él del «éxodo» que le espera en Jerusalén, es decir, de su Pascua.

4. Hoy, Jesús nos toma a cada uno de nosotros y nos hace subir a este monte; desea intimar con nosotros, desea abrirnos el secreto de su corazón. “¡qué hermoso es estar contigo, dedicarnos a ti, concentrar de modo exclusivo nuestra existencia en ti!” (VC, 15). Orando, Jesús se trasfigura, se sumerge en Dios, se une íntimamente a él, se adhiere con su voluntad humana a la voluntad de amor del Padre, y así la luz lo invade y aparece visiblemente la verdad de su ser: él es Dios, Luz de Luz. También el vestido de Jesús se vuelve blanco y resplandeciente. Esto nos hace pensar en el Bautismo, en el vestido blanco que llevan los neófitos. Quien renace en el Bautismo es revestido de luz, anticipando la existencia celestial, que el Apocalipsis representa con el símbolo de las vestiduras blancas (cf. Ap 7, 9. 13). Aquí está el punto crucial: la Transfiguración es anticipación de la resurrección, pero esta presupone la muerte. Jesús manifiesta su gloria a los Apóstoles, a fin de que tengan la fuerza para afrontar el escándalo de la cruz y comprendan que es necesario pasar a través de muchas tribulaciones para llegar al reino de Dios.

5. La voz del Padre, que resuena desde lo alto, proclama que Jesús es su Hijo predilecto, como en el bautismo en el Jordán, añadiendo: «Escuchadlo» (Mt 17, 5). A los tres discípulos extasiados se dirige la llamada del Padre a ponerse a la escucha de Cristo, a depositar en Él toda confianza, a hacer de Él el centro de la vida. En la palabra que viene de lo alto adquiere nueva profundidad la invitación con la que Jesús mismo, al inicio de la vida pública, les había llamado a su seguimiento, sacándolos de su vida ordinaria y acogiéndolos en su intimidad. Precisamente de esta especial gracia de intimidad surge, en la vida consagrada, la posibilidad y la exigencia de la entrega total de sí mismo en la profesión de los consejos evangélicos. Estos, antes que una renuncia, son una específica acogida del misterio de Cristo, vivida en la Iglesia (VC, 16). Para entrar en la vida eterna es necesario escuchar a Jesús, seguirlo por el camino de la cruz, llevando en el corazón, como él, la esperanza de la resurrección. ¿Cuánto tiempo de nuestra vida dedicamos para escuchar Dios, para leer su palabra, para meditar y profundizar en sus misterios? ¿Es la palabra de Jesús, el punto de partida y el punto de llegada de toda nuestra vida y de nuestro continuo vivir? ¿Es Cristo mismo  aquel que nos habla al oído y nos revela los caminos por los cuales hemos de continuar su misión?

6. Sólo de esta manera se entiende que podamos bajar del monte. Al bajar del monte, —nosotros como Pedro— debemos aprender a comprender de un modo nuevo que el tiempo mesiánico, es en primer lugar, el tiempo de la cruz y que la transfiguración comporta nuestros ser abrazados por la luz de la pasión. El acontecimiento deslumbrante de la Transfiguración prepara a aquel otro dramático, pero no menos luminoso, del Calvario. Pedro, Santiago y Juan contemplan al Señor Jesús junto a Moisés y Elías, con los que —según el evangelista Lucas— habla « de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén » (9, 31). Los ojos de los apóstoles están fijos en Jesús que piensa en la Cruz (cf. Lc 9, 43-45). Allí su amor virginal por el Padre y por todos los hombres alcanzará su máxima expresión; su pobreza llegará al despojo de todo; su obediencia hasta la entrega de la vida (cf. VC, 23).

7. Los discípulos y las discípulas son invitados a contemplar a Jesús exaltado en la Cruz, de la cual «el Verbo salido del silencio», en su silencio y en su soledad, afirma proféticamente la absoluta trascendencia de Dios sobre todos los bienes creados, vence en su carne nuestro pecado y atrae hacia sí a cada hombre y mujer, dando a cada uno la vida nueva de la resurrección (cf. Jn 12, 32; 19, 34.37). En la contemplación de Cristo crucificado se inspiran todas las vocaciones; en ella tienen su origen, con el don fundamental del Espíritu, todos los dones y en particular el don de la vida consagrada (VC, 23).

8. Finamente, el evangelista nos relata que ante aquella manifestación de la gloria de Dios, los discípulos cayeron rostro n tierra llenos de miedo (cf. v. 6), Sin embargo, “Jesús se acercó a  ellos, les tocó y es dijo: levántense, no tengan miedo” (v. 7). En el encentro aterrador con la gloria de Dios  en Jesús, los discípulos  tiene que aprender lo que Pablo dice a los discípulos de todos los tiempos: “Nosotros predicamos a Cristo crucificado: escandalo para los judíos, necedad para los griegos; pero para los llamados a Cristo poder de Dios y sabiduría de Dios” (1Cor 1, 23s).

9. Queridos consagrados y consagradas, nuestra vida está llamada a configurarse cada día con Cristo, para lo cual es importante que continuamente subamos al Tabor y nos dejemos transfigurar por Dios, renovando así la dignidad bautismal y la llamada vocacional que el Señor nos ha hecho. Es necesario que la palabra de Dios nunca falte en nuestra vida, sólo así podremos responder con generosidad a las exigencias de nuestra propia vocación. El desafío de bajar del tabor para continuar hacia Jerusalén, hy se ve marcada por una serie de desafíos que van precisamente en contra de la cruz, del sufrimiento y de la entrega. No nos dejemos amedrentar por las ideologías que pretenden separar la salvación del hombre sin “la Cruz de Cristo”.

10. Que no nos espante la gloria de Dios, al contrario, que cada día gustemos de contemplar su rostro. Repitamos siempre en nuestra oración las bellas palabras del salmo “De ti ha dicho mi corazón: buscad su rostro; yo busco tu rostro, Señor. No lo apartes de mí, no alejes con ira a tu servidor” (Sal 27, 8-9). Amén.

 

† Faustino Armendáriz Jiménez

Obispo de Querétaro