HOMILÍA IN FERIA VI IN PASIONE DOMINI.

Santa Iglesia Catedral, ciudad episcopal de Santiago de Querétaro, Qro., a 19 de abril de 2019.

Año Jubilar Mariano

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Hermanos y hermanas todos en el Señor:

 

  1. En el centro de la liturgia de esta tarde, resplandece nuevamente ante nuestros ojos el signo de la cruz gloriosa, “donde estuvo clavado Cristo, el Salvador del mundo”. La liturgia, de manera solemne y reverente, nos anima para que “vengamos y la adoremos”. ¿Qué significa esto? ¿De qué manera podemos adorar la cruz y con qué intención? Indudablemente que la respuesta inmediata que podemos dar a estas interrogantes, es aquella que los mismos textos litúrgicos nos sugieren: “pues de este árbol ha venido la alegría al mundo entero”. Sin embargo, para entender un poco más el sentido de la adoración, permítanme reflexionar con ustedes lo siguiente:
  1. La palabra griega que se utiliza para hablar de “adoración” es proskynesis. Significa el gesto de sumisión, el reconocimiento de Dios como nuestra verdadera medida, cuya norma aceptamos seguir. Significa que la libertad no quiere decir gozar de la vida, considerarse absolutamente autónomo, sino orientarse según la medida de la verdad y del bien, para llegar a ser, de esta manera, nosotros mismos, verdaderos y buenos. Este gesto es necesario, aun cuando nuestra ansia de libertad se resiste, en un primer momento, a esta perspectiva. Hacerla completamente nuestra sólo será posible cuando hecha nuestra profesión de fe de rodillas le digamos al Jesús: “Señor mío y Dios mío”.

En cambio la palabra latina para para referirse a este mismo gesto de adoración, es la palabra ad – oratio, que significa contacto boca a boca, beso, abrazo y, por tanto, en resumen, amor.

  1. Ambos conceptos son muy diferentes entre sí, pero al mismo tiempo complementarios, “La sumisión se hace unión, porque aquel al cual nos sometemos es Amor. Así la sumisión adquiere sentido, porque no nos impone cosas extrañas, sino que nos libera desde lo más íntimo de nuestro ser”. Sin embargo,  ésta dinámica exige un proceso:
  1. En primer lugar, es una invitación al reconocimiento de Jesucristo como el SEÑOR; el único digno de recibir el honor, el poder y la gloria. Por eso, es importante que hoy nos preguntemos: ¿Quién es mi Señor? ¿ante quién soy capaz de doblar mi rodilla? Sin duda que estas preguntas no se pueden responder desde la razón, su respuesta se da a partir de la experiencia vivida “cara a cara” de la criatura con su Creador. Y no se trata de afirmar que necesariamente debamos estar sometidos a la voluntad o arbitrio de alguien, más bien, es importante que tengamos en claro quién es nuestro Señor, pues en la medida en la cual demos respuesta a esta pregunta, paradójicamente seremos hombres y mujeres libres; hombres y mujeres felices que se entienden y se saben que de Dios vienen y hacia él está llamada su vida y todo su ser. La lógica humana, sin embargo, busca a menudo la realización de sí mismo en el poder, en el dominio, en los medios poderosos. El hombre todavía quiere construir con sus propias fuerzas la torre de Babel para llegar a la altura de Dios mismo, para ser como Dios. La Encarnación y la Cruz nos recuerdan que la plena realización está en el conformar la propia voluntad humana a la del Padre, en el vaciarse del propio egoísmo, para llenarse del amor, de la caridad de Dios y así llegar a ser verdaderamente capaces de amar a los demás. El hombre no se encuentra a sí mismo permaneciendo encerrado en sí, afirmándose en sí mismo. El hombre se encuentra solo saliendo de sí mismo, solo si salimos de nosotros mismos nos encontramos. Y si Adán quería imitar a Dios, esto en sí mismo no es malo, pero se equivocó en la idea de Dios. Dios no es uno que solo quiere la grandeza. Dios es amor que se entrega desde ya en la Trinidad, y luego en la creación. E imitar a Dios significa salir de sí mismo, darse en el amor.

Hoy hay muchas ofertas y muchos charlatanes que pretenden ponerse como señores de la vida y de la historia; el mal ha ido adquirido nuevas facetas pseudo mesiánicas que poco a poco están llevando al ser humano al desbocadero del sinsentido, de la esclavitud, de la muerte. Estemos atentos para reconocer al verdadero Dios de nuestra vida y no doblar nuestras rodillas ante cualquier postor que dice ser el Señor.  Jesucristo, muerto en la cruz  Él es el único Señor de nuestra vida, en medio de tantos “dominadores” que la quieren dirigir y orientar. Por ello, se debe tener una escala de valores en los que la primacía le pertenece a Dios, para decir con san Pablo: “Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor” (Fil. 3,8). El encuentro con el Señor resucitado es lo único que  nos debe hacer  comprender que él es el único tesoro por el que vale la pena consumir la propia existencia. La genuflexión ante la cruz, el santísimo sacramento o en la oración, expresan una actitud de adoración ante Dios, aún con el cuerpo. De ahí la importancia de hacer este gesto no por la costumbre y con prisa, sino con una conciencia profunda. Cuando nos arrodillamos ante el Señor, confesamos nuestra fe en Él, conscientes de que Él es el único Señor de nuestra vida.

En segundo lugar, la palabra latina ad-oratio, es una invitación para que con premura nos acerquemos a comer del fruto que este árbol que se ofrece, es decir, del mismo Dios hecho hombre, pan vivo bajado del cielo; de cuyo costado salió sangre y agua como alimento de la vida. El fruto que pende maduro capaz de alimentar el hambre y la sed de la humanidad peregrina en el desierto de la vida. La liturgia de este día quiere incitarnos a reconocer en la Cruz, el árbol que nos ofrece el fruto, capaz de alimentar y de saciar nuestra vida. Es por eso que aunque hoy no se celebra la Santa Misa, sí se nos da la comunión, pues el acto más perfecto de adoración a la cruz, es cuando nos acercamos para comer el fruto que esta nos ofrece en Jesús el Cristo, en la comunión.  En efecto, en la Eucaristía el Hijo de Dios viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros; la adoración eucarística no es sino la continuación obvia de la celebración eucarística, la cual es en sí misma el acto más grande de adoración de la Iglesia. Recibir la Eucaristía significa adorar al que recibimos. Precisamente así, y sólo así, nos hacemos una sola cosa con Él y, en cierto modo, pregustamos anticipadamente la belleza de la liturgia celestial. La adoración fuera de la santa Misa prolonga e intensifica lo acontecido en la misma celebración litúrgica. En efecto, « sólo en la adoración puede madurar una acogida profunda y verdadera. Y precisamente en este acto personal de encuentro con el Señor madura luego también la misión social contenida en la Eucaristía y que quiere romper las barreras no sólo entre el Señor y nosotros, sino también y sobre todo las barreras que nos separan a los unos de los otros ». (Sacramentum cartatis, 66).

  1. Queridos hermanos y hermanas, ojalá que no dudemos en acoger en nuestra vida, esta invitación que la liturgia de este día nos hace, de contemplar la cruz y de adorarla. Amén.

 

+ Faustino Armendáriz Jiménez

IX Obispo de Querétaro