Homilía en la Misa de Nuestra Señora de El Pueblito

Santuario de Nuestra Señora de El Pueblito, El Pueblito Corregidora, Qro. 26 de octubre de 2014
Año de la Pastoral Litúrgica
 
 
Queridos hermanos sacerdotes franciscanos,
muy estimados miembros de la  Vida Consagrada,
muy queridos miembros de las diferentes cofradías, asociaciones y mayordomías de la Santísima Virgen,
hermanos y hermanas todos en el Señor: 
 

1. Con júbilo y alegría nos hemos reunido en esta noche para celebrar nuestra fe, agradeciéndole a Dios todos los beneficios que su bondad nos regala, especialmente a través de la poderosa intercesión de la Santísima Virgen María, la madre de su Hijo, y a quien hoy le tributamos nuestro amor, especialmente recordando el LXVIII aniversario de su coronación pontificia. Lo hacemos en este día en el que los creyentes celebramos el triunfo del Señor sobre la muerte en la resurrección, cambiando el destino del hombre y de la historia. Me complace saludar con afecto al Vicario Provincial Fray Flavio Chávez, OFM, a quien le agradezco las muestras de cercanía y de confianza a través de los frailes franciscanos presentes en la amada Diócesis de Querétaro. También saludo al Rev. P. Emilio Flores, OFM, recientemente nombrado Guardián de este Santuario. A todos ustedes los aquí presentes  ¡paz y bien de parte de Dios!

2. En este contexto de fe, la palabra de Dios que acabamos de escuchar en la liturgia de la Palabra,  nos presenta en el evangelio (Mt 22, 34-40), una de sus páginas más hermosas, con la intención de recordarnos la centralidad del amor a Dios y al prójimo, como la ley suprema que ha de regir el corazón humano y las relaciones entre los hombres y entre los pueblos. Muy acorde con la situación social, política y económica por la que México a traviesa en varios estados y regiones del territorio nacional. Las reformas a la ley y los cambios estructurales que promuevan la paz que México necesita, no serán una realidad si no se toma como punto de referencia el estatuto natural de la ley, que Dios ha inscrito en el corazón de  cada persona y de casa ser humano.

3. Las conversaciones doctrinales de Jesús en el templo se prolongan: después de los saduceos, de nuevo vienen a él los fariseos para preguntarle, a través de un escriba por el mandamiento más importante. “Jesús responde: amarás al señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (v. 37). El mandamiento que Jesús cita en primer lugar es el segundo versículo del “Escucha Israel” que con el amor a Dios describe la orientación general de los creyentes hacia Dios. Amar a Dios no significa sólo cumplir obedientemente sus mandamientos sino que apunta a una relación auténtica, viva, con él.

4. Queridos hermanos y hermanas, el Señor al recordar el mandamiento más importante nos está señalando, no el cumplimiento de una norma o de un principio, sino más bien, nos está indicando el camino para encontrarnos con su Padre Dios; al grado de poder llegar a tener una experiencia viva de fe, mediante la cual la persona y la existencia tengan plenitud. Hoy quisiera que cada uno de nosotros tomáramos conciencia que la ley de Dios, no es un cumulo de normas y preceptos por cumplir, sino que más bien es el camino para vivir en Dios. Conocer y cumplir la ley de Dios es entrar en la “escuela del amor”, para aprender la sabiduría de Dios y poder así ser testigos de ese amor.

5. La mención del corazón, el alma, la mente, señala las tres dimensiones fundamentales de la existencia humana. Aquí el amar a Dios “con todo el corazón”, se refiere pues al plano sentimental,  relativo a la ternura,  de ese vínculo; hacerlo “con toda el alma”, significa el plano místico  de la unión o el anhelo de esa unidad  y consonancia con Dios. Amarlo “con toda la mente”,  se refiere al componente  de comprensión  en esa relación  con Dios.  Del mismo modo que en una relación humana  exitosamente lograda  están presentes  a la vez los tres niveles,  así debe ser también la relación con Dios para que sea un logrado vínculo amoroso con él.

6. Queridos humanos y hermanas, revisemos ¿cómo es nuestra relación con Dios, cómo es nuestro amor hacia él? ¿Es en esta triple dimensión o se reduce a una experiencia ideal, melosa? Él nos ha amado primero y sigue amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder también con el amor. Dios no nos impone un sentimiento que no podamos suscitar en nosotros mismos. Él nos ama y nos hace ver y experimentar su amor, y de este “antes” de Dios puede nacer también en nosotros el amor como respuesta. Es propio de la madurez del amor que abarque todas las potencialidades del hombre e incluya, por así decir, al hombre en su integridad. El encuentro con las manifestaciones visibles del amor de Dios puede suscitar en nosotros el sentimiento de alegría, que nace de la experiencia de ser amados. Pero dicho encuentro implica también nuestra voluntad y nuestro entendimiento. El reconocimiento del Dios viviente es una vía hacia el amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto único del amor. No obstante, éste es un proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por “concluido” y completado; se transforma en el curso de la vida, madura y, precisamente por ello, permanece fiel a sí mismo. La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío. Crece entonces el abandono en Dios y Dios es nuestra alegría (cf. Sal 73 [72], 23-28) (cf. Deus caritas est, n.17).

7. Sin embargo, el texto evangélico narra que Jesús señala un segundo mandamiento, que tiene una relación intrínseca con el primero: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (v. 39). Partiendo de esa relación amorosa con Dios exitosamente lograda, es obvio que hay que comportarse así también con los demás. Lo mismo ocurre también  en un vínculo amoroso humano cuando se trata de apreciar  y amar a los amigos y familiares del amado, precisamente porque ellos son queridos  por la persona a la que se ama. Como este mandamiento contiene por completo el amor a Dios, y con ello también, implícitamente el amor al prójimo y a uno mismo, puede ser designado como el mandamiento central, el mandamiento mayor y primero.  De este modo se ve que es posible el amor al prójimo en el sentido enunciado por la Biblia, por Jesús. Consiste justamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco.

8. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo. Más allá de la apariencia exterior del otro descubro su anhelo interior de un gesto de amor, de atención, que no le hago llegar solamente a través de las organizaciones encargadas de ello, y aceptándolo tal vez por exigencias políticas. Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita. En esto se manifiesta la imprescindible interacción entre amor a Dios y amor al prójimo, de la que habla con tanta insistencia la Primera carta de Juan. Si en mi vida falta completamente el contacto con Dios, podré ver siempre en el prójimo solamente al otro, sin conseguir reconocer en él la imagen divina. Por el contrario, si en mi vida omito del todo la atención al otro, queriendo ser sólo « piadoso » y cumplir con mis « deberes religiosos », se marchita también la relación con Dios. Será únicamente una relación « correcta », pero sin amor. Sólo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Sólo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama.

9. Queridos hermanos y hermanas, “amor a Dios y amor al prójimo” son inseparables, son un único mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero. Así, pues, no se trata ya de un “mandamiento” externo que nos impone lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El amor crece a través del amor. El amor es « divino » porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea « todo para todos » (cf. 1 Co 15, 28).

10. En este sentido la Santísima Virgen María es un “icono fiel” de quien ha amado a Dios y ha al prójimo. María de Nazaret, porque era una jovencita, inscrita en esta escuela del amor, supo escuchar la ley de Dios en su corazón y por eso se atrevió a  obedecer la palabra de Dios, sin importarle ir encontrar de las leyes y normas culturales de su tiempo. Porque amaba a Dios se encaminó presurosa a las montañas de Judea para visitar a su prima Isabel que necesitaba de ella. Pidámosles que siga enseñándonos a amar a Dios y a amar al prójimo, especialmente pidámosle que nos enseñe a conocer qué es lo que a Dios le agrada, lo que es bueno, lo perfecto. Amén.

† Faustino Armendáriz Jiménez
Obispo de Querétaro