DESDE LA CEM: Compartir, no dar migajas.

Compartir, no dar migajas

XXVI Domingo Ordinario

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Amós 6, 1, 4-7: “Ustedes, los que llevan una vida disoluta, irán al destierro”.

Salmo 145: “Alabemos al Señor, que viene a salvarnos”.

I Timoteo 6, 11-16: “Cumple todo lo mandado hasta la venida de Nuestro Señor Jesucristo

San Lucas 16, 19-31: “Recibiste bienes en tu vida y Lázaro males; ahora él goza de consuelo, mientras tú sufres tormentos”.

Hay muchos sitios en el mundo donde se evidencia el desequilibrio y la desigualdad en la distribución de las riquezas, pero en pocos lugares duele tanto como en Chiapas rodeado de esplendorosa belleza, inmensas posibilidades de desarrollo, una naturaleza exuberante… pero también una pobreza que clama, que hiere y que no puede ser ignorada… Y sin embargo lo es. Los porcentajes alarmantes que manifiestan cómo la riqueza se amontona en unas pocas manos, mientras inmensas multitudes quedan sumidas en la miseria, se concretizan en rostros, enfermedades, ausencia de todo bien y en un sinnúmero de carencias. La mesa del rico se llena de manjares y de lujos hasta el exceso, mientras el pobre Lázaro no recibe ni siquiera las migajas que pudieran sobrar.

La parábola del rico y del pobre Lázaro se sitúa en la misma trayectoria que la del Buen Samaritano o la del Padre Misericordioso pero como una tela de contrastes respecto a los cuadros precedentes. El Evangelio nos obliga a mirar a todos estos hermanos y hermanas que viven en la extrema pobreza. Viven en el anonimato, quedan excluidos de la sociedad, no son tomados en cuenta, sino sólo en momentos de elecciones o cuando necesitan apoyo los grupos políticos. Están fuera de la sociedad… Mientras la mesa del rico cada día es más grande, tiene más manjares, más sofisticados, tiene menos comensales. En cambio la cantidad ingente de Lázaros tirados a la puerta del nuevo sistema es cada día más grande. El Papa Francisco en “La Alegría del Evangelio”, nos exige reconocer que este gran abismo que se va creando entre pobres y ricos, ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y opresión, sino de algo nuevo: la exclusión total. Con ella queda afectada la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está abajo, en la periferia o sin poder, sino que se está afuera. Los excluidos no son solamente “explotados” sino “sobrantes” y “desechables”.

La sociedad conducida por una tendencia que privilegia el lucro y estimula la competencia, sigue una dinámica de concentración de poder y de riquezas en manos de pocos, no sólo de los recursos físicos y monetarios, sino sobre todo de la información, del poder y de los recursos humanos, lo que produce la exclusión de todos aquellos no suficientemente capacitados e informados, aumentando las desigualdades que marcan tristemente nuestro continente y que mantienen en la pobreza a una multitud de personas. La pobreza es hoy carencia de alimentos, de bienes indispensables, de conocimiento y de acceso a nuevas tecnologías. La pobreza hoy es exclusión, olvido y marginación.

Alguien nos podría decir que en la Biblia aparece muchas veces la riqueza unida a una vida recta, pero esta parábola viene a romper esa concepción y nos obliga a reconocer que a los ojos de Dios es injusto un desorden donde los ricos siempre serán más ricos y los pobres siempre más pobres. No es una consolación alienante ni el opio que adormece o pone tranquilos a los pobres. Leerla así, sería hacer una caricatura del Evangelio. La Palabra es una denuncia del orden injusto y la revelación de las causas profundas de la injusticia. Y las verdaderas causas van a la concepción misma del hombre y de “sus hermanos”. Si no se piensa en hermanos, no se puede compartir la mesa. Sólo una mesa compartida es señal de hermandad. No se trata de dar migajas, ni acallar la conciencia dando desperdicios. No se trata de dar la vuelta al orden actual solamente para que los pobres aparezcan como nuevos “patrones” que opriman a otros pobres, sus hermanos. Se trata de crear un nuevo orden, un nuevo sistema, donde todos seamos hermanos. Por eso, frente a esta inhumana globalización, sentimos un fuerte llamado para promover una globalización diferente, que esté marcada por la solidaridad, por la justicia y por el respeto a los derechos humanos.

La denuncia de Amós que presenta a ricos embriagados cantando al son del arpa pero sentados sobre la injusticia, ya daba un esbozo de lo que ahora denuncia Jesús. Su ejemplo nos presenta una dinámica de transformación y de cambio en las que no vale las justificaciones para continuar en un mundo de injusticia. “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso, ni aunque resucite un muerto”. Hay quienes cierran los ojos y ponen cortinas para no ver la realidad. O se escudan en que no pueden ellos cambiar el sistema mundial. Pero la transformación mundial pasa por las pequeñas acciones que hacemos cada uno de nosotros. Si nosotros no cambiamos el corazón, nunca podrá cambiar el mundo. No nos hagamos los desentendidos, donde quiera que haya injusticia, tenemos una grave responsabilidad por nuestra indiferencia o apatía.

Las organizaciones mundiales buscan dar paliativos y proponen medidas para lograr la llamada «Hambre cero», combatir el problema de las drogas, incrementar la alfabetización, cuidar la naturaleza y eliminar la pobreza, pero sin cambiar su estilo de vida. Pretenden más sus propios intereses. Para alcanzar esos objetivos y reducir así la desigualdad entre quienes lo tienen todo y quienes carecen de bienes básicos como la educación, la salud y la vivienda, es fundamental la transparencia y honradez en la gestión pública que, frente a cualquier forma de corrupción, favorezcan la credibilidad de las autoridades ante los ciudadanos y sean determinantes para un justo desarrollo. Sólo con un corazón de hermanos podremos logar una mesa para todos, una mesa de fraternidad.

Nadie puede desconocer al hermano que clama de hambre y de dolor. No podemos vivir en la indiferencia argumentando que nuestra mesa también tiene carencias. Desconocer al hermano necesitado es desconocer a Jesús. Dar migajas es ofender la dignidad. Compartir nuestro alimento y nuestra vida es construir su Reino de justicia y de verdad.

Dios nuestro, que has creado un mundo maravilloso y haces salir tu sol sobre todos los humanos, concédenos un corazón generoso para compartir la mesa, y ayúdanos para que no desfallezcamos en la lucha por construir tu Reino. Amén.