Catequesis sobre el Valor de la Consagración al Doloroso e Inmaculado Corazón de María

 

¿Por qué consagrarse por María?

Conferencia del P. Morinay, smm del 25/IV/2003. Cir. 259
Publicado con permiso de la Fundación Montfort, Barcelona.

La gran pregunta que se plantea es de saber, de comprender ¿Por qué por María? Todo el mundo está de acuerdo, todos los teólogos, en decir que se trata de unirnos con Jesús. Montfort es el primero que no vacila en decir: «Si establecemos la sólida devoción a la Sma. Virgen, es sólo para establecer más perfectamente la de Jesucristo y ofrecer un medio fácil y seguro para encontrar al Señor. Si la devoción a la Sma. Virgen apartase de Jesucristo, habría que rechazarla como una ilusión diabólica. Pero sucede lo contrario. Esta devoción nos es necesaria para:

  1. Hallar perfectamente a Jesucristo.
  2. Amarle con ternura.
  3. Recibirle con fidelidad. (VD 62)

Acuérdense del testimonio personal del Papa Juan Pablo II cuando dice que: “antes de descubrir el Tratado de la Verdadera Devoción a la Sma. Virgen, yo había procurado mantenerme a distancia por temor a que la devoción mariana ocultara a Cristo en vez de abrirle paso. A la luz del Tratado de Montfort comprendí que sucede lo contrario. Nuestra relación íntima con la Madre de Dios surge naturalmente a partir de nuestra relación con el misterio de Cristo». (André Frossard, «Diálogo con Juan Pablo II” págs. 184-185.)

Entonces, nos planteamos la pregunta, ¿por qué cuando nos volvemos hacia Jesús, es Él que nos dirige hacia María? Porque María es un medio para hallar perfectamente a Jesucristo, amarle con ternura, servirle con fidelidad. Porque finalmente María es un camino fácil, corto, perfecto y seguro para encontrar a Jesús y unirnos con Él.

Montfort en su Tratado da ocho motivos para consagrarnos a Jesús por María:

  1. Un medio para darlo todo
  2. El ejemplo de la Trinidad
  3. Por los servicios que nos presta María
  4. La gloria de Dios
  5. Un camino fácil, corto, perfecto y seguro
  6. Plena libertad
  7. Amor, caridad al prójimo
  8. Perseverancia

Pero además de estos motivos nos consagrarnos por María, como lo encontramos en otras partes del Tratado, por una cuestión de:

  • Fidelidad, acogida
  • Imitación, maternidad
  • Humildad, sabiduría
  • Humanidad, libertad


Fidelidad

Si queremos renovar los votos y las promesas de nuestro bautismo es porque no fuimos fieles, como decimos en el texto de la Consagración:

«Mas, ¡ay! Ingrato e infiel como soy, no he cumplido contigo los votos y promesas que tan solemnemente te hice en el bautismo, no he cumplido mis obligaciones» (SM).
Entonces nos volvemos hacia la que fue fiel: «Oh, Virgen fiel» para que nos ayude a ser fieles de hoy en adelante.

El Papa Juan Pablo II en la homilía que pronunció en la Basílica de San Luis María de Montfort en Saint Laurent el 19 de septiembre de 1996, nos recuerda que en esta renovación de las promesas del bautismo hay “una renuncia a Satanás, a sus pompas y a sus obras y una opción por Cristo, una opción de vivir en la gracia del Espíritu Santo». Pero esta opción de vivir en la gracia del Espíritu Santo, es una vuelta al principio, al tiempo anterior al pecado original, al tiempo de la inocencia.  Precisamente María representa este mundo de la inocencia, del mundo antes del pecado.  María es inmaculada.

«Es más joven que el pecado» (Bernanos). Entonces no podemos optar por la gracia, por el mundo anterior al pecado, sin la Inmaculada.


Imitación

Para Montfort, cuando dependemos de María, imitamos a Dios, a  la Trinidad, porque las tres Personas dependen de María. (VD 139-140 + 14 a 39).

  • El Padre no dio a su Hijo por medio de María.
  • El Padre no nos hizo hijos adoptivos sino por ella.
  • Ni comunica sus gracias sino por ella.
  • Dios Hijo se hizo hombre para todos por ella.
  • Se forma y nace cada día en las almas por ella.
  • Comunica sus méritos y virtudes por ella.
  • El Espíritu Santo no formó a Jesucristo sino por María.
  • No forma a los miembros de su Cuerpo místico sino por María.
  • No reparte sus dones y virtudes sino por María.

“Como hijos amadísimos de Dios, esforzaos por imitarlo.  Seguid el camino del amor a ejemplo de Cristo», (Ef 5:1-2).

Entre estas dependencias está claro que imitamos, sobre todo, la dependencia del Hijo porque se trata para nosotros de llegar a ser Hijos del Padre y de María como Jesús.

Todo el mundo conoce el libro de «la Imitación de Cristo», pero antes de imitar a Jesús en su vida pública, tenemos que imitarle al principio de su vida encarnada cuando se anonadó en el seno de María.  Debemos también imitar este anonadamiento, esta dependencia.

No olvidemos que San Luis María se atreve a decir que la dependencia de María que Jesús aceptó vivir, continúa hoy.

«La gracia perfecciona la naturaleza y la gloria perfecciona a la gracia» (VD 27).  Es cierto, por tanto, que nuestro Señor es todavía en el cielo Hijo de María como lo fue en la tierra, y por consiguiente, conserva para con Ella la sumisión y obediencia del mejor de todos los hijos para la mejor de todas las madres.

Está claro que dependemos sólo de Dios a nivel de la creación, pero a nivel del amor y a nivel de la Encarnación dependemos con Dios de María porque continúa la experiencia de Jesús que ha aceptado ser hijo de María en su humanidad. “Se ha sometido en todo a la Sma. Virgen» (VD 139)

A nivel del Amor, Dios acepta depender de nosotros, en este sentido, porque Dios es Amor, es sensible a la fe, a la confianza de los hombres.  Fue atraído por la fe de María (ASE 107).  Es también atraído a nuestro mundo por nuestra fe.  Pero en este caso no dependemos con Dios de María, sino que es Dios el que depende de nosotros como ha aceptado depender de María.


Humildad

En un sentido podemos distinguir dos humildades: la humildad de Dios y la humildad del hombre. Por nuestra Consagración, practicamos las dos.

La humildad de Dios. San Luis María, nunca utiliza la expresión «Humildad de Dios» porque la gente de su tiempo no lo hubiera entendido, pero se refiere a esa realidad:

“Este buen Maestro no se desdeñó en encarnarse en el seno de la Sma. Virgen como prisionero y esclavo de amor, ni de vivir sometido y obediente a Ella durante treinta años» (VD 139).

Ante esto se pierde la razón humana si reflexiona seriamente en la conducta de la Sabiduría encarnada. Podemos hablar de la humildad de Dios siguiendo a San Pablo que invita a los Filipenses a vivir en humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo. Y para que lleguemos a ser humildes nos da el ejemplo de Cristo.

«El cual, siendo de condición divina no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo (anonadó) tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz”, (Flp 2, 7-8).

Como vemos, la humildad no comienza con la cruz sino con la concepción de Jesús con la dependencia total de María.

En el libro del Padre Varillon, «La humildad de Dios», se nos invita a contemplar esta humildad de Dios, sobre todo en la experiencia de la cruz que comienza con la aceptación de la condición humana.

Nuestra humildad.  En la cuarta verdad fundamental sobre la que se establece la Consagración a Jesús por María, San Luis María nos dice que necesitamos un mediador cerca del Mediador.

Claro que lo sabemos muy bien que Jesucristo es el único mediador entre Dios y los hombres: «Único es Dios, único es también el mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús”, (1 Tim 2:15). Pero como dice el Vaticano II: «La única mediación del Redentor, no excluye sino que suscita en las criaturas diversa cooperación participada de la única fuente» (LG 62).

Si hablamos de María como mediadora, entendemos esta mediación de tal manera que no añade nada a la única mediación que es Jesucristo» (LG 62). Lo que podemos decir también es que no se trata de la misma mediación.

La mediación de Cristo es una mediación al Padre, mediación de Redención.  La mediación de María es una mediación hacia el Hijo encarnado, mediación de intercesión.

Si necesitamos a María para ser nuestra medianera es:

  1. A causa de Dios: que Él mismo quiso que tuviéramos mediadores ante Él (VD 16, 142).  «Viendo Dios que somos indignos de recibir sus gracias inmediatamente de su mano -dice San Bernardo- se las da a María, para que por ella recibamos cuanto nos quiera dar. Añadamos que Dios cifra su gloria en recibir de manos de María, el tributo de gratitud, respeto y amor que le debemos por sus beneficios» (VD 142).
  2. A causa de nosotros.  Esta práctica contribuye además, a hacer un ejercicio de profunda humildad, visto que Dios la prefiere a todas las otras. “Quien se ensalza, rebaja a Dios.  Quien se humilla lo glorifica.  Dios se enfrenta a los arrogantes, pero concede su gracia a los humildes».

En el Evangelio podemos notar que cada vez que alguien no se sintió digno de acercarse a Jesús, Jesús lo aprobó, lo felicitó.  Pedro, al final de la pesca milagrosa dice a Jesús: «Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador».  El Centurión no se sintió digno de ir a Jesús por sí mismo, ni de que Jesús viniera a su casa,

La humildad en nuestro mundo moderno. «Si te humillas creyéndote indigno de presentarte y acercarte a Él, Dios se abaja y desciende para venir a ti» (VD 143).  La humildad es la virtud con la que María ha atraído a Dios hacia Ella. «Mi espíritu se alegra en Dios, mi Salvador, porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava».

En nuestra consagración a Jesús por María, se puede decir que hay dos renuncias: renunciamos a vivir por nosotros, para vivir por Jesús.  Renunciamos a unirnos a Jesús por nosotros mismos.


Acogida

San Luis María tenía dos lemas: «Dios sólo» y «A Jesús por María».  Los dos parecen oponerse el uno al otro porque si se trata de «Dios sólo», no se puede tratar de María.  Pero sabemos muy bien que María está totalmente vacía de sí misma y llena de Dios, y por lo tanto no impide a Dios estar «Dios sólo» en ella. (SM 20)

La segunda divisa es siempre verdadera pero, a medida que profundizamos el mensaje espiritual de San Luis María, nos damos cuenta de que no se trata tanto de ir a Jesús por María como de acoger a Jesús que viene a nosotros por María.  Para entender este aspecto de la Consagración tenemos que acordarnos de dos cosas:

No somos nosotros los que hemos amado a Dios, sino que Él nos amó primero, es decir que cuando amamos a Dios e incluso cuando amamos a nuestro prójimo, nuestro amor no es más que una respuesta a un amor que nos ha precedido.  No se trata tanto de amar como de responder a un amor, de acoger un amor.

Por lo que se refiere a la Encarnación es lo mismo. No somos nosotros los que hemos ido a Dios sino que es Dios el que ha venido a nosotros. Pero ¿Cómo ha venido a nosotros? “–Por medio de la Sma.  Virgen María vino Jesucristo al mundo y por medio de ella deberá también reinar en el mundo” (VD 1)

San Luis María expresa esta verdad de tres maneras:

  1. Tenemos que acoger a Jesús que viene a nosotros por María (VD 1, 15, 13, 22, 49, 50) No tenemos que movernos del lugar donde estamos: un poco como Santa Teresita del Niño Jesús, sino que nos quedaremos debajo de la escalera, sobre el suelo, y es el amor de una madre que desciende a tomarnos en brazos para subir la escalera.

  1. El camino de regreso tiene que ser el mismo que el camino de ida. La Virgen Santísima es el medio del cual se sirvió el Señor para venir a nosotros y para ir a Dios.  Es también el medio del cual debemos servimos para ir a Él (VD 75, 85, 152, 155, 157, 161, SM 23).

  1. La Sma. Virgen es el medio perfecto escogido por Jesucristo para unirse a nosotros y a nosotros con Él. Es decir que desde el momento en que el Señor se ha unido a nosotros, nosotros también estamos unidos a Jesús. Nuestra Consagración consiste en decir «Sí» a la unión de Jesús con nosotros en el seno de María.

Pero volvamos a la primera manera con la que el Santo expresa, esta verdad. La vida cristiana consiste en acoger a Jesús, Sabiduría que viene a nosotros. Pero, ¿cómo acoger a Jesús que viene? “Si llegamos a recibir un don tan sublime como el de la Sabiduría ¿Donde lo colocaremos?” (ASE 209 – 211).

Quizá se nos responda que la Sabiduría sólo busca nuestro corazón y que basta ofrecérselo y colocarlo en Él.  ¿Ignoras, quizás, que nuestro corazón está manchado e impuro, es carnal y está lleno de múltiples pasiones y por lo tanto es indigno de hospedar a tan santo y noble huésped?

¿Qué hacer pues para que nuestro corazón sea digno de la Sabiduría? Aquí está el gran consejo, el secreto admirable. Introduzcamos -por decirlo de alguna manera- a María en nuestra casa, consagrándonos a Ella como servidores y esclavos suyos. Desprendámonos en sus manos y en honor suyo, de todo cuanto más amamos, sin reservarnos nada.  “Y esta bondadosa Señora, que jamás se dejó vencer en generosidad, se dará a nosotros de manera incomprensible, pero real. Entonces, la Sabiduría eterna vendrá a morar en Ella como en su trono más glorioso» (ASE 209-211)

Esta acogida de la Sabiduría por María es parte de un conjunto (al final del libro ASE) en el que San Luis María establece que María es necesaria para obtener, acoger, conservar (ella atrae a la Divina Sabiduría por su fe; es el imán sagrado que atrae tan fuertemente a la Sabiduría que ésta no se puede resistir).

El ascensor divino de Santa Teresita corresponde al modelo del que habla San Luis María en el Tratado (VD 219-220 y en SM 16-18).  El ascensor (que son los brazos de Jesús) se opone a la escalera, como el molde se opone a una estatua. No se trata de hacer muchos esfuerzos, de trabajar mucho. No se trata de esforzarse sino de abandonarse en sus brazos.

Lo curioso es que San Luis María tiene la reputación de complacerse en la Cruz, especialmente en «la Carta a los Amigos de la Cruz».  Pero es él mismo que insiste sobre la necesidad de encontrar un camino fácil, dulce, corto y seguro para unimos a Cristo, un camino que nos permita encontrar a Dios en una criatura humana.

Es un viejo sueño. Los psicólogos, los psiquiatras, los mitólogos y también todos los artistas y los poetas nos dicen que hay un viejo sueño que duerme en el corazón de la humanidad: el sueño de encontrar a Dios en una criatura humana. Todos nosotros, especialmente en la experiencia del corazón humano, pero también en toda experiencia de relación humana, soñamos con no tener que dejar a las criaturas para encontrar a Dios. De unirnos a Dios uniéndonos a una criatura que comparta nuestra naturaleza.

Este sueño parece oponerse a la necesidad que expresa San Juan de la Cruz de dejar a toda criatura para encontrar a Dios, pero en María se realiza de manera excepcional el cumplimiento de ese deseo.


 

Maternidad

Abandonarse para renacer.  Si San Luis María nos pide pasar por María para unirnos a Jesús, es que en realidad, no se trata solamente de unirnos a Él, sino también de compartir su misma vida hasta “ser otros Cristos”, como decía San Agustín (Juan Pablo II: “El esplendor de la Verdad” nº 8b, 19c). Más Cristo es Hijo del Padre y de María en su humanidad. Se trata pues, para nosotros los bautizados, de tener el mismo Padre y la misma Madre que Jesús.

Es Ella la que, fecundada por el Espíritu, nos engendra a la nueva vida que hemos recibido en el bautismo. Y así se comprende el sentido de nuestra consagración: entregándonos totalmente a María, y queriendo vivir “por Ella, con Ella, en Ella y para Ella”, nosotros vivimos ese “abandono” del niño que le permite estar, en inmediato y estrecho contacto con su madre para que ella pueda comunicarle la vida. Y “la Vida” que Ella nos comunica es Jesús (cf. Jn 14,6).

Un Padre y una Madre

Cualquier cristiano que se dirige a Dios llamándole “Padre nuestro” sabe muy bien que somos hijos de Dios, pero no todos conocen la maternidad de María. Piensan que Dios es a la vez Padre y Madre. Es verdad que, como dice San Pablo, Él es el origen de toda paternidad y de toda maternidad (cf. Ef 3:15), mas nuestra vida divina es imagen de nuestra vida humana. Y “como en la generación natural y corporal hay un padre y una madre, asimismo, en la generación sobrenatural y espiritual hay un Padre que es Dios y una Madre que es María….y el que no tiene a María por Madre tampoco tiene a Dios por Padre” (V.D. 30). Si para nuestra vida sobrenatural, tuviéramos solo un padre y no madre, se llegaría a esa sorprendente paradoja de que nuestra vida divina no sería suficientemente humana.


Un nacimiento que dura toda la vida

 San Luís no duda en presentar toda nuestra vida de hijos de Dios, como un largo nacimiento que dura toda nuestra existencia, durante la cual somos “llevados” en el seno de la Santísima Virgen: “Escondidos, guardados, alimentados, sostenidos, educados por esa buena Madre hasta que Ella nos da a luz después de la muerte, que es precisamente el  día de nuestro nacimiento….”(V.D.33). El don total que hacemos de nosotros mismos a María por nuestra consagración, no tiene otro sentido, en este caso, que el de dejarnos “conformar” por Ella a imagen del Hijo de Dios.


 

Humanidad

Otra razón para que pasemos por María para consagrarnos a Jesús, es que Ella es,  podríamos decir, un “camino humano”, por tres razones:

1. Dios sólo, sin criatura, en una criatura

María es una pura criatura que nos puede dar a Dios. María es ya un camino de humanidad por su maternidad bienaventurada que permite al Espíritu Santo “cubrirla con su sombra” para darle el poder de engendrar a los hermanos y hermanas de Jesús. Más Ella lo es también, puede decirse, por su misma persona. ¿No está María, en efecto, por su Inmaculada Concepción, completamente vacía de Ella misma y llena de Dios, transformada de tal manera en Dios por la gracia que Ella ya no vive, ya no existe? Es sólo Jesús, que vive y reina en Ella (cf. V.D. 63). “Encontraréis sólo a Dios, sin criatura alguna, en esa amable criatura” (S.M. 20), nos dice el Padre Montfort. Siendo posible encontrar a Dios sólo en esta persona humana, ¿por qué asombrarnos de que Ella sea un camino humano?

2. “Humanizar” la Cruz: María “humaniza” la Cruz

En la vida cristiana, no dejamos jamás el  sendero de la Cruz. En nuestro bautismo, siendo sumergidos en la muerte y la resurrección de Cristo, nosotros hemos empezado a compartir su vida, y desde entonces ella está en el centro de toda nuestra existencia. “Si alguien quiere seguirme”, dice Jesús, “que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y me siga”, (Mt 16:24). Pero María está ahí para humanizar la Cruz, porque Ella es mujer y madre, porque es inmaculada, “toda llena de gracia y de unción del Espíritu Santo”, su sola presencia trae una dulzura y una ternura que permiten atravesar las más grandes pruebas.

La cuestión no es saber si vivimos con grandes o pequeñas “cruces”. Uno puede, efectivamente, dejarse aplastar por pequeñísimas contradicciones (que incluso a veces se cargan sobre toda la familia), pero también pueden llevarse con alegría pesados sufrimientos, cuando nos es dada una cierta dulzura (cf. V.D. 152-154 ; S.M. 22), la de María al pie de nuestra cruz.

3. Un camino que Jesús recorrió para venir a nosotros:

Si pasamos por María para ir a Jesús, tomamos el mismo camino, que Él  tomó, para venir a nosotros. Luego este camino es doblemente humano:

  • Porque María es humana: Ella es una pura criatura, “tan humana, podría Ella decir, como el que más…”
  • Porque Ella es Inmaculada: Sabemos bien que el pecado nos “deshumaniza”. Cuanto más santo se es, tanto más humano. Habiendo Ella sido preservada de la culpa original, María es perfectamente humana. El P. Montfort nos dice que es un camino que Jesús ha recorrido viniendo a nosotros, quitando todos los obstáculos que podían impedirnos llegar a Él.

Los otros caminos nos hacen pasar por “muertes extrañas”, “noches oscuras”, “agonías extrañas”, “montañas escarpadas”, “espinas punzantes” y  “desiertos horribles”. Cuando se suman todos estos “obstáculos” que Jesús ha apartado, barrido del “camino” que le conducía hacia nosotros, se llega a algo de “inhumano”, pues nosotros hemos sido felizmente liberados por ese mismo camino que ahora lleva a Él.


Verdad

Si dices “yo me entrego a Dios….” No basta amar, hay que amar “en verdad”. Si alguien dijera: “Ama a Dios y odia a su hermano, es un mentiroso”, nos dice San Juan. “Aquél que no ama a su hermano a quien ve no sabría amar a Dios a quien no ve” (cf. Jn 4:20). El verdadero amor a Dios es pues, el amor a nuestro prójimo. En consecuencia, no podemos también decir, de manera similar, que nuestra verdadera consagración a Dios, es nuestra entrega total a una persona humana (con tal que ésta esté vacía de Ella misma y “colmada de gracia”). ¡Tú que quieres consagrarte a Dios, comienza pues por entregarte totalmente a la Madre de Cristo que te llevará al Creador!