XXXIX ENCUENTRO NACIONAL DE AGENTES DE PASTORAL PENITENCIARIA, Lectio Divina.

Lectio Divina

Invocación al Espíritu Santo

El Espíritu, el mismo que inspiró a los escritores sagrados la Palabra de Dios, es el que ahora está contigo y quiere descubrirte el sentido de la misma Palabra. Escúchale y ábrete a su inspiración.

En el silencio escucharás la voz de la Palabra, para que también tú la lleves a tu conciencia y vaya transformando tu vida.

Este es un momento muy importante para tu misma vida espiritual. Por eso, deja a un lado tus preocupaciones y tus planes. Escuchar la Palabra y aceptarla es la tarea más importante.

Invoca al Espíritu:

Ven, Espíritu Santo,
te abro la puerta,
entra en la celda pequeña
de mi propio corazón,
llena de luz y de fuego mis entrañas,
como un rayo láser opérame
de cataratas,
quema la escoria de mis ojos
que no me deja ver tu luz.

Ven. Jesús prometió
que no nos dejaría huérfanos.
No me dejes solo en esta aventura,
por este sendero.
Quiero que tú seas mi guía y mi aliento,
mi fuego y mi viento, mi fuerza y mi luz.
Te necesito en mi noche
como una gran tea luminosa y ardiente
que me ayude a escudriñar las Escrituras.

Tú que eres viento,
sopla el rescoldo y enciende el fuego.
Que arda la lumbre sin llamas ni calor.
Tengo la vida acostumbrada y aburrida.
Tengo las respuestas rutinarias,
mecánicas, aprendidas.
Tú que eres viento,
enciende la llama que engendra la luz.
Tú que eres viento, empuja mi barquilla
en esta aventura apasionante
de leer tu Palabra,
de encontrar a Dios en la Palabra,
de encontrarme a mí mismo
en la lectura.

Oxigena mi sangre
al ritmo de la Palabra
para que no me muera de aburrimiento.
Sopla fuerte, limpia el polvo,
llévate lejos todas las hojas secas
y todas las flores marchitas
de mi propio corazón.

Ven, Espíritu Santo,
acompáñame en esta aventura
y que se renueve la cara de mi vida
ante el espejo de tu Palabra.
Agua, fuego, viento, luz.
Ven, Espíritu Santo. Amén. (A. Somoza)

  1. LEE LA PALABRA DE DIOS

Texto bíblico Isaías 61, 1

El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido y me ha enviado para anunciar la buena nueva a los pobres, curar a los de corazón quebrantado, proclamar el perdón a los cautivos, y la libertad a los prisioneros, a pregonar el año de gracia del Señor.

  1. MEDITA (Qué dice/me/nos dice la Palabra de Dios)

“El espíritu del Señor está sobre mí” (v. 1a).  La primera pregunta de esta sección se trata de la identidad del que habla.  ¿Sobre quién ha descendido el espíritu de Dios? ¿A quién ha ungido el Señor? Lo siguiente sugiere que es el siervo, la figura mesiánica que aparece de manera prominente en capítulos 42, 49-50, y 52-53.

Dios dijo del siervo, “he puesto sobre él mi espíritu” (42, 1).  Ahora el siervo dice, “El espíritu del Señor está  sobre mí.”  Dios también le dijo al siervo “Para que abras ojos de ciegos, para que saques de la cárcel á los presos, y de casas de prisión a los que están de asiento en tinieblas” (42,7; véase también 49,9).  Ahora el siervo dice que él ha de “publicar libertad á los cautivos, y a los presos abertura de la cárcel.”

Jesús citó este versículo, diciendo, “El Espíritu del Señor esta sobre mí” (Lucas 4, 18).  Declaró, “Hoy se ha cumplido esta Escritura ” (Lucas 4,21).

Cuando el espíritu del Señor desciende sobre una persona, suele conferir poder (Jueces 3,10; 6-34; 14,6.19, etc.).  En el libro de Isaías, esta frase aparece cuatro veces, y se refiere a la transmisión de sabiduría y entendimiento (11,2; 40,13 y continuación) y al traer alivio a los necesitados (61,1; 63, 14).

“porque me ha ungido” (v. 1b).  Ungir con aceites se suele hacer por varias razones (sanar, enterrar, para expresar tristeza o alegría).  Particularmente se hace para designar a una persona para un trabajo importante.  En el Antiguo Testamento se ungía a los profetas (1 Reyes 19,16).  Se ungía a los sacerdotes (Éxodo 40,13-15) y a los reyes (1 Samuel 10,1; 16,3, 12-13; 2 Samuel 23,1; 1 Reyes 1,39).

El Nuevo Testamento habla de Jesús como ungido (Juan 20,31; Hechos 5,42; Hebreos 1,9).  Los dos títulos que reconocemos como mesiánicos (el hebreo Mesías y el griego Christos) significan ungido.  En el Nuevo Testamento se usa Christos (Cristo) casi exclusivamente.  Mesías se encuentra dos veces (Juan 1,41; 4,25), y ambos versículos también usan Cristo – “Hemos hallado al Mesías que declarado es, el Cristo” (Juan 1,41).

“me ha enviado a predicar la buena nueva a los pobres” (v. 1c).  En el Antiguo Testamento, bas·ser se suele referir a las buenas noticias de una victoria militar.  El hecho de que éstas son buenas noticias para “los abatidos,” puede sugerir una victoria sobre un opresor.  El Antiguo Testamento usa bas·ser para referirse a la salvación que Yahvé trae a su pueblo. Debemos pensar de estos versículos como la salvación de Dios en dos niveles.  En el primero, hablan de Dios liberando a los exiliados de su servidumbre, dándoles la oportunidad de regresar a Jerusalén.  En el segundo nivel, hablan de Dios liberándoles y liberándonos a nosotros del pecado.

“curar a los de corazón quebrantado” (v. 1d).  Fíjese en el verbo.  Solemos decir “consolar, curar, vendar a los quebrantados de corazón,” pero  “vendar a los quebrantados de corazón.”  Vendar va más allá de un consuelo normal y corriente.  Vendar es más como una cirugía del corazón.  Juntar las partes rotas, reparar las roturas.

Esto se refiere al corazón espiritual, claro.  Cuando hablamos de gente con el corazón roto, nos referimos a su espíritu, a las emociones.  Una persona con el corazón roto es una persona que lamenta, que ha perdido la esperanza.  Pero Dios ha enviado al siervo/mesías para reparar los daños, para eliminar la causa de la tristeza, para darle a la persona con el corazón roto razón para tener esperanza de nuevo.

“proclamar  el perdón a los cautivos” (v. 1e).  Mientras que la frase quebrantados de corazón se refiere a la condición interna de los afligidos, las palabras cautivos y presos se refieren a su condición externa”.

Estas palabras evocan el Año de Jubileo (Levítico 25,10.13; 27,24; Jeremías 34,8-10).  Cada séptimo año (año sabático), los israelitas debían permitir que la tierra permaneciera en barbecho y liberar esclavos que eran ambos varones y hebreos.  Era un año de descanso para la tierra, para los animales de trabajo, y para los humanos también (Éxodo 21,1-11; Levítico 25:20-21; Deuteronomio 15,12-18).

Cada cincuenta años (el año que termina siete años de sabático, el Año de Jubileo), los israelitas tenían la oportunidad de redimir cualquier tierra que había sido vendida, la idea era que la tierra le pertenecía a Dios y eran ellos a quienes Dios se la había dado desde el principio.  Cualquier israelita que había sido forzado a la servidumbre debía ser liberado.

Entonces, ambos el año sabático y el Año de Jubileo se dedicaban a la libertad.

“y la libertad a los prisioneros” (v. 1f).  Esto estaría muy claro para esta gente judía que tan recientemente ha sido liberada de su largo exilio y permitida regresar a Jerusalén.

“A pregonar el año de gracia del Señor ” (v. 2a).  “En versículo 1 la proclamación tocó el lado humano, libertad, liberación  pero ahora se concierna con el lado divino” “Año de la buena voluntad” de nuevo evoca el Año de Jubileo, un año dedicado a la libertad.

El siervo/mesías debe proclamar el año de la buena voluntad del Señor, el año cuando los favorecidos pueden esperar recibir bendiciones de Dios.

La actualización de este texto es la exégesis hecha por el mismo Jesús sobre que revela el mesianismo presente y el recurso a los pasajes de la Escritura para iluminar la situación actual. Autoridad creativa la de Cristo, que pide al hombre el adecuar la propia vida al mensaje, aceptando al Ungido de Dios y renunciando a la presunción de reducirlo a su dimensión. Esta perspectiva pragmática es la clave para la actualización en todo tiempo: el hoy de la salvación resuena allí donde llega la predicación. Como también la acogida y el compromiso. En la sinagoga de Nazaret se oyen las respuestas fundamentales del hombre que espera encontrar la salvación. Jesús es enviado por Dios, sostenido por el Espíritu Santo. La unción dice que Él es el Cristo. En Él se cumplen las Escrituras. Es el hoy de Dios que llena la historia de un pasado conseguido por la madurez en Cristo y se derramará en el hoy cotidiano del mañana, que es el tiempo de la Iglesia, enviada también élla, como Palabra profética, sostenida por el Espíritu Santo.
Mensaje esplendente que nos trae Lucas en este episodio es la Escritura. Ella contiene todo el secreto de Dios que vive desde la eternidad y que se hace uno entre los hombres.

La Iglesia tiene la misión, como los primeros apóstoles, de ir anunciando y actualizando en cada lugar y en todo tiempo que la acción salvadora del Mesías Jesús es constante. El «hoy» es constante, porque siempre es «ahora» y «hoy» y en cada momento el Señor nos está brindando su salvación.

La Liturgia de la Iglesia proclama constantemente la Palabra. Y esta Palabra no es una sólo preparación para celebrar el sacramento (bautismo, penitencia, Eucaristía, etc…). Tampoco la Palabra se limita a ser memoria de un hecho pasado. Es la actividad que se realiza en el momento en que se proclama la Palabra. De tal modo, que algunos biblistas le llaman «Palabra sacramental», porque sin pronunciar la Palabra no hay sacramento.

También yo he recibido desde el bautismo la naturaleza de ser hijo de Dios y, con eso, la condición y vocación de ser, como Jesús: sacerdote, profeta y rey.

La Palabra de Dios ha de ser para mí: una luz que oriente mis pasos y la fuerza constante que me impulse a proclamar la Buena Noticia de la salvación.

¿Soy consciente de esta vocación regalada por el Señor? ¿Trato de vivirla y realizarla a favor de los pobres?

¿Soy consciente de esta vocación regalada por el Señor? ¿Trato de vivirla y realizarla a favor de los pobres? La frase se podría retraducir así: “Desde hoy, desde el momento en que he proclamado este pasaje de la Escritura, desde el momento en que ha resonado en sus oídos, esta palabra deja de ser una promesa profética y se convierte en realidad en mi obra misionera”.

El arte de vendar

Lleva tiempo «entrar» en la dinámica de la generosidad evangélica, pues esta nos invita a ir más allá del gesto material. Es un deseo común, en las personas que se han dejado tocar por el Evangelio, el querer hacer muchas cosas por los demás. Hasta ahí, bien. El problema empieza cuando uno cree que se lo sabe todo solo por estar cerca de una realidad difícil. Santa Teresa advertía: «antes que supiese valerme a mí, me dava grandísimo deseo de aprovechar a los otros; tentación muy ordinaria de los que comienzan».

Por muy habilidosos que seamos diagnosticando heridas, por más que conozcamos los remedios idóneos para cada enfermedad, por muchos nombres de pobres que tengamos anotados en nuestra agenda particular, el camino del encuentro en el dolor es largo y exige mucha escucha, renuncia y grandeza de ánimo. Por eso merece la pena detenerse un poco en algunas consideraciones acerca de lo que significa acompañar las heridas, una vez asumido que en el inicio está el reconocimiento de la pobreza compartida.

  En primer lugar, es fundamental tomar conciencia de que es necesario descalzarse ante el sufrimiento del hermano, porque es «tierra sagrada». Uno no puede acercarse a su dolor de cualquier manera, aun cuando ese sufrimiento sea, objetivamente, de poca entidad. Aproximarse, callar e «inclinar el oído» deberían ser las tres acciones del comienzo. Porque cuando el sufrimiento es muy grande, las palabras a veces no tienen lugar, y el silencio es el mejor modo de respetar y comunicar. Pero hay personas que siempre andan buscando qué decir, bien sea a un enfermo, a alguien que ha perdido a un ser querido, a una persona abandonada de todos, etc. No terminan de convencerse de que el silencio puede generar vínculos más hondos que las palabras pronunciadas. Y aquí hay una primera tarea: mostrar que a veces hay historias que solo se pueden contar sin palabras y que únicamente sin palabras se pueden escuchar.

  En segundo lugar, es primordial abrir los ojos para poder reconocer la presencia de Dios en el otro. Tenemos múltiples ejemplos en el Evangelio, donde se afirma la relación entre lo que se hace con el prójimo y el Señor: «cuanto hiciste a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hiciste» (Mt 25,40). Así pues, estamos tratando «mano a mano» con Dios, que me «llama» en una persona herida.

  En tercer lugar, acompañar no es solo abrazar, escuchar o contemplar; también implica convertirse en bálsamo, es decir, en consuelo para el alma y alivio para las heridas. De dos modos: por un lado, siendo lugar de descanso donde el otro pueda pararse a compartir sin trabas (y sin miedo) lo vivido y donde la confianza le permita dejarse curar; por otro, ayudando a sacar el potencial del sujeto arrinconado por el desánimo. El encuentro entre acompañante y acompañado debe estar centrado en la recuperación, no en las dolencias –«Las cicatrices de las heridas son remedio contra el mal, los golpes curan hasta el fondo de las entrañas» (Prov 20,30)–. Aunque eso no impide que el proceso hacia el restablecimiento incluya momentos en los que el dolor se pueda intensificar. Inspira ternura la cara suplicante de un niño que quiere evitar ese instante de agudo escozor que sobreviene cuando tienen que limpiarle las heridas.

–  En cuarto lugar, hay tres virtudes esenciales que toda persona que quiera vendar heridas debe cultivar: prudencia, delicadeza y valentía. Prudencia y sensatez para ampliar el campo de visión de la persona abatida por el sufrimiento –«el acompañante tiene que tener mucha tierra explorada de la bondad de la gente para tratar de equilibrar esa mirada de negatividad». Finura y exquisitez para evitar la mirada curiosa y la pregunta inoportuna –a los leprosos, Francisco los «servía con extrema delicadeza: lavaba sus cuerpos y curaba sus úlceras». Arrojo y determinación, porque acercarse al dolor significa estar expuesto a ser «salpicado» por él, bien sin querer. El que mima a su hijo vendará sus heridas, a cada grito se le conmoverán sus entrañas» (Si 30,7).

–  En quinto lugar, el acompañante debe tener conciencia clara de que una cosa es participar en el dolor del otro, y otra muy distinta sustituirle. Esto último es imposible y pretencioso. Cada persona debe hacer su camino, donde Dios le habla de modo particular. Si uno no respeta ese carácter único de cada existencia, puede acabar siendo una medicina que, en lugar de curar, intoxique e interfiera. Esta es una de las partes más difíciles, pues a veces toca presenciar elecciones equivocadas, dolores mal llevados… y heridas cerradas en falso. Por eso es bueno no olvidar que el único que salva es Jesucristo, y quien acompaña, un instrumento puntual –¡ojalá que de sanación!– en medio de toda una historia.

–  En sexto lugar, resulta crucial, tanto para el que acompaña como para el acompañado, discernir el dolor. Primero, para determinar qué clase de heridas estamos tratando (algunas duelen toda la vida; otras permanecen entreabiertas y sangran de vez en cuando; la mayoría de ellas, sin embargo, cicatrizan, pero dejan una marca indeleble…). Y, segundo, para determinar cómo han de ser afrontadas. Con respecto a este punto, hay algunos criterios que pueden servir en cualquier ocasión. Uno de ellos sería mirar atentamente de dónde procede el sufrimiento, cuál es el curso que sigue y hacia dónde conduce. De aquí se desprende, por tanto el segundo, que para salir adelante es necesaria la fe, no pretender apañarse uno solo (la Iglesia es una buena compañía) y apoyarse en otros que puedan devolver una mirada objetiva y autorizada sobre mi propia realidad.

–  Y, por último (y quizá lo más importante), quien acompaña debe ayudar al otro a desplazar suavemente la mirada hacia Dios y a depositar toda su confianza en Él. Porque solo en el Señor está la raíz del verdadero consuelo. Él sana a los de corazón roto y venda sus heridas» (Sl 147,3). Ir devolviendo el protagonismo de la historia a Jesucristo es, sin duda, el mejor remedio para cualquier herida. No siempre es posible, pero al menos hay que intentarlo. Era un buen taumaturgo; el mejor.

  1. ¿Qué aprendemos?

(1) La Palabra de Dios proclamada desde muy antiguo, cobra vida en la persona de Jesús y en aquellos que lo escuchan: Jesús es ese profeta anunciado por Isaías. Jesús no le dice nada más a la gente sino que la Palabra de Dios “se cumple hoy”. Hasta el final del Evangelio, Jesús estará repitiendo esto, como por ejemplo en el episodio de los discípulos de Emaús (ver Lc 24, 25-27) e incluso en la introducción a sus palabras de envío misionero (ver Lc 24, 44-45).

De aquí en adelante, en todas nuestras lecturas del Evangelio tendremos que recordar esta lección: no estamos leyendo relatos de pasado, “esta Escritura se cumple hoy”.

(2) Lo que se cumple es precisamente el vínculo que hay entre las promesas proféticas (que alientan nuestra esperanza) y su realización en Jesús Mesías. La Palabra de Dios no es una palabra vacía que alimenta una esperanza pasajera, al contrario: ella lleva a cabo lo que dice, gracias a Jesús.

Es por eso que podemos confiar en la Palabra y apoyarnos en ella para que se convierta en nuestro camino de vida.

(3) Hay un hilo finísimo que conecta el libro, la voz de la proclamación y la persona que encarna el mensaje. La Palabra de Dios revelada a Isaías, un escrito suyo que lleva a convertirse en libro entre los libros de la Biblia, es proclamada solemnemente y en voz alta en el ámbito sagrado y comunitario de la liturgia, hasta que Jesús dice: el contenido lo pueden ver en mí.

Podríamos decir que Lucas nos cuenta este evento en el Evangelio (libro), el cual es proclamado y actualizado hoy en el ámbito celebrativo de nuestra fe (liturgia), y resuena como Palabra que pide se realizada por cada oyente y por la Iglesia entera.

A los oyentes del Evangelio, a los nuevos “Teófilos” (amantes de Dios), nos corresponde ahora hacer de nuestra vida un relato de la obra que Dios llevó a cabo en Jesús nuestro salvador.

  1. ORA (Qué le respondo al Señor)

Haré una revisión de mi vida como discípulo del Profeta y en concreto, de mi actuación a favor de otras personas, para que vivan su vocación de bautizados y ungidos.
Respondo a tu Palabra con estas palabras.

lámpara para mis pies desnudos,
para mis ojos cansados,
para mi corazón sediento.

Lámpara es tu Palabra,
en la cual creo,
pues tú, Señor,
nos pones en camino
hacia la verdadera vida.

Lámpara es tu Palabra
cuando voy entre los hombres,
cuando no puedo más,
cuando desfallezco.

Lámpara eres tú
como Palabra de vida,
capaz de enternecer el corazón
y ayudarnos en el camino.

Lámpara es tu Palabra, Señor,
tú vienes y te acercas
a mí de puntillas,
y me susurras al oído
palabras de vida y amor.

Lámpara es tu Palabra,
luz en mi sendero,
alegría en el camino. Amén. (F. Cerro)

5. CONTEMPLA
A Jesús, cuando hace el ministerio de lector en la sinagoga de Nazaret. ¿Presto mis servicios para realizar tal ministerio en las comunidad cristiana? ¿Me siento llamado a ofrecer mis servicios en la pastoral penitenciaria como intérprete de la Palabra dispuesto a vendar las heridas?

Jesús es el modelo perfecto que me enseña a dar testimonio ante los demás, para animar a los perezosos o indecisos.

Hoy: palabra clave en mi vida de cada día. En este hoy se cumple la Escritura. En este hoy Cristo entra en la sinagoga de mis convicciones para proclamar un nuevo mensaje a la pobreza de mi pensamiento, a los sentimientos prisioneros de aquel deseo quebrado en las ruinas de un cotidiano gris arrastrado hora por hora, a mi mirada ofuscada por mi horizonte miope. Un año de gracia, de regreso, de bendición. Señor, que mi hoy sea el tuyo, para que ninguna palabra tuya pueda caer en vano en mi vida, sino que todas puedan realizarse como granos de trigo en el surco helado del pasado, capaces de germinar con los primeros vientos de la primavera.

Jesús es el modelo perfecto que me enseña a dar testimonio ante los demás, para animar a los perezosos o indecisos.

6. ACTÚA

Concretaré mis buenos propósitos para vivir lo mejor posible mi vocación de evangelizador, discípulo y misionero..

Repetiré con frecuencia: El Espíritu del Señor está sobre mí. Y trataré de vivir gozosamente mi bautismo, como hijo de Dios: sacerdote, profeta y rey.

Para cultivar la semilla de la Palabra en el corazón.

Sugerimos tomar la profecía de Isaías que Jesús proclama y detenernos en cada una de las personas que Jesús designa como destinatarias de su misión: los pobres, los ciegos, los encarcelados, los oprimidos… Y notar qué anuncia Jesús para ellos.

Personalmente o en comunidad profundizar en el texto a partir de algunas preguntas, por ejemplo:

¿Qué efecto quiere producir en nosotros el evangelio de Lucas? ¿Con qué finalidad fue escrito y cuál es su garantía?

¿Mi fe es sólida? ¿Necesito este año seguir leyendo con el método de la Lectio Divina el evangelio de cada domingo y aún el de cada día?

¿En qué se parecen los destinatarios del evangelio a nosotros?

¿Quién es Jesús para mí? ¿Cuál es la obra que él quiere realizar en mí?

¿Qué es evangelizar? ¿Para qué se evangeliza? ¿Yo también estoy llamado a evangelizar? ¿Cómo?