JUBILEO DE LOS SACERDOTES. Tercera meditación dirigida por el Papa Francisco.

Ciudad del Vaticano, Roma, Italia, 02 de Junio de 2016

Francisco_DanielIbanezACIPrensa_090416

Tercera meditación:

Esperemos que el Señor nos conceda esto que hemos pedido en la oración: imitar el ejemplo de la paciencia de Jesús y con la paciencia ir adelante afrontando las dificultades.

Esta tercera meditación tiene como título “El buen olor de Cristo y la luz de su misericordia”

En nuestro tercer encuentro les propongo meditar con las obras de misericordia, ya sea tomando alguna de ellas, la que más sintamos ligada a nuestro carisma, ya sea contemplándolas todas juntas, viéndolas con los ojos misericordiosos de nuestra Señora, que nos hacen descubrir «el vino que falta» y nos alientan a «hacer todo lo que Jesús nos diga» (cf. Jn 2,1-12), para que su misericordia obre los milagros que nuestro pueblo necesita.

Las obras de misericordia están muy ligadas a los «sentidos espirituales». Al rezar pedimos la gracia de «sentir y gustar» el Evangelio de tal manera que nos sensibilice para la vida. Movidos por el Espíritu, guiados por Jesús, podemos ver ya de lejos con ojos de misericordia al que está caído al lado del camino, podemos escuchar los gritos de Bartimeo; podemos notar cómo el Señor siente en el borde de su manto el toque tímido pero decidido de la hemorroísa; podemos pedir la gracia de gustar con él en la cruz el sabor amargo de la hiel de todos los crucificados, para sentir así el fuerte olor de la miseria —en hospitales de campaña, en trenes y en barcones repletos de gente—; ese olor que no tapa el aceite de la misericordia, sino que al ungirlo hace que se despierte una esperanza.

El Catecismo de la Iglesia Católica, hablando de las obras de misericordia, nos cuenta que santa Rosa de Lima, el día en que su madre la reprendió por atender en la casa a pobres y enfermos, ella le contestó: «Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, somos buen olor de Cristo» (n. 2449). Ese buen olor de Cristo —el cuidado de los pobres— es distintivo de la Iglesia, siempre lo ha sido. Pablo centró en esto su encuentro con «las columnas», como él les llama, con Pedro, Santiago y Juan. Ellos «sólo nos pidieron que nos acordáramos de los pobres» (Ga 2,10). Para mí, esto lo he dicho muchas veces. Apenas elegido Papa, mientras continuaba el escrutinio, se acercó a mí un hermano cardenal que me ha abrazado y me ha dicho: “no te olvides de los pobres”. El primer mensaje que el Señor me ha hecho llegar en ese momento. El Catecismo dice también, de manera sugestiva, que «los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos» (n. 2448). Y esto sin ideologías, solamente por la fuerza del Evangelio.

En la Iglesia hemos tenido y tenemos muchas cosas no tan buenas, y muchos pecados, pero en esto de servir a los pobres con obras de misericordia, siempre hemos seguido como Iglesia al Espíritu, y nuestros santos lo hicieron de manera muy creativa y eficaz. El amor a los pobres ha sido el signo, la luz que hace que la gente glorifique al Padre. Nuestro pueblo valora esto: al cura que cuida a los más pobres, a los enfermos, que perdona a los pecadores, que enseña y corrige con paciencia… Nuestro pueblo perdona a los curas muchos defectos, salvo el de estar apegados al dinero. Y no es tanto por la riqueza en sí, sino porque el dinero nos hace perder la riqueza de la misericordia. Nuestro pueblo olfatea qué pecados son graves para el pastor, cuáles matan su ministerio porque lo convierten en un funcionario o, peor aún, en un mercenario, y cuáles son en cambio, no diría que pecados secundarios, pero sí pecados que se pueden sobrellevar, cargar como una cruz, hasta que el Señor los purifique al final, como hará con la cizaña. Sin embargo, lo que atenta contra la misericordia es una contradicción principal. Atenta contra el dinamismo de la salvación, contra Cristo que «se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza» (2 Co 8,9). Y esto es así porque la misericordia cura «perdiendo algo de sí»: un jirón del corazón se queda con el herido, un tiempo de nuestra vida lo perdemos para lo que teníamos ganas de hacer cuando se lo regalamos al otro.

Por eso, no se trata de que Dios tenga misericordia mí en alguna falta, como si en el resto yo fuera autosuficiente, que de vez en cuando yo realice algún acto particular de misericordia con algún necesitado. La gracia que pedimos en esta oración es la de dejarnos misericordiar por Dios en todos los aspectos de nuestra vida y de ser misericordiosos con los demás en todo nuestro actuar. Para nosotros, sacerdotes y obispos, que trabajamos con los sacramentos bautizando, confesando, celebrando la Eucaristía…, la misericordia es la manera de convertir toda la vida del Pueblo de Dios en sacramento. Ser misericordioso no es sólo un modo de ser, sino el modo de ser. No hay otra posibilidad de ser sacerdote. El Cura Brochero, que este año si Dios quiere será canonizado, decía: «El sacerdote que no tiene mucha lástima de los pecadores es medio sacerdote. Estos trapos benditos que llevo encima no son los que me hacen sacerdote; si no llevo en mi pecho la caridad, ni a cristiano llego».

Ver lo que falta para poner remedio inmediatamente y, mejor aún, preverlo, es propio de la mirada de un padre. Esta mirada sacerdotal —del que hace las veces del padre en el seno de la Iglesia Madre—, que nos lleva a ver a los hombres en clave de misericordia, es la que se debe enseñar a cultivar desde el seminario y debe alimentar todos los planes pastorales. Queremos, y le pedimos al Señor, una mirada que aprenda a discernir los signos de los tiempos en clave de «qué obras de misericordia están necesitando hoy nuestros pueblos», para poder sentir y gustar al Dios de la historia que camina en medio de ellos. Porque, como dice Aparecida citando a San Alberto Hurtado, «en nuestras obras, nuestro pueblo sabe que comprendemos su dolor» (n. 386). En nuestras obras.

La prueba de esta comprensión de nuestros pueblos es que en nuestras obras de misericordia siempre somos bendecidos por Dios y encontramos ayuda y colaboración en nuestra gente. No así para otro tipo de proyectos, que a veces van bien y otras no, sin que algunos se den cuenta de por qué no funciona y se rompan la cabeza buscando un nuevo, enésimo, plan pastoral, cuando uno podría decir sencillamente: no funciona porque le falta misericordia, sin necesidad de entrar en detalles. Si no es bendecido es porque le falta misericordia. Falta esa misericordia que tiene que ver más con un hospital de campaña que con una clínica de lujo, esa misericordia que, valorando algo bueno, siembra un futuro para encuentro de la persona con Dios, en vez de alejarla con una crítica puntual…

Les propongo una oración con la pecadora perdonada (Jn 8,3-11), para pedir la gracia de ser misericordiosos en la confesión, y otra sobre la dimensión social de las obras de misericordia.

Siempre me conmueve el pasaje del Señor con la mujer adúltera: como cuando no la condenó, el Señor «faltó» a la ley; en ese punto en que le pedían que se definiera —«¿hay que apedrearla o no?»—, no se definió, no aplicó la ley. Se hizo el sordo y, en ese momento, les salió con otra cosa. Inició así un proceso en el corazón de la mujer que necesitaba aquellas palabras: «Yo tampoco te condeno». Con la mano tendida la puso en pie, y esto le permitió que se encontrara con una mirada llena de dulzura que le cambió el corazón. El Señor tiende la mano a la hija de Jairo: “Denle de comer”. A esta pecadora le dice “álzate”. El Señor está donde Dios ha querido que el hombre esté, de pie.

A veces me da una mezcla de pena e indignación cuando alguno se apura a poner en claro la última recomendación, el «no peques más». Y utiliza esta frase para «defender» a Jesús y que no quede como uno que se saltó la ley. Pienso que las palabras que utiliza el Señor forman un todo con sus acciones. El hecho de agacharse para escribir en tierra dos veces, pausando lo que les dice a los que quieren apedrear a la mujer y luego lo que le dice a ella, nos habla de un tiempo que el Señor se toma para juzgar y perdonar. Un tiempo que remite a cada uno a su interioridad y hace que los que juzgan se retiren.

En su diálogo con la mujer, el Señor abre otros espacios: uno es el espacio de la no condena. El Evangelio insiste en este espacio que ha quedado libre. Nos sitúa en la mirada de Jesús y nos dice que «no ve a nadie alrededor sino sólo a la mujer». Y luego, Jesús mismo hace mirar alrededor a la mujer con su pregunta: «¿Dónde están los que te “categorizaban”?» (la palabra es importante, ya que habla de eso que tanto rechazamos, como es el que nos cataloguen o nos caricaturicen…). Una vez que la hace mirar ese espacio libre del juicio ajeno, le dice que él tampoco lo invade con sus piedras: «Yo tampoco te condeno». Y ahí mismo le abre otro espacio libre: «En adelante no peques más». El mandamiento se da para adelante, para ayudar a andar, para «caminar en el amor». Esta es la delicadeza de la misericordia que mira con piedad lo pasado y da ánimo para el futuro. Este «no peques más» no es algo obvio. El Señor lo dice «junto con ella», le ayuda a poner en palabras lo que ella misma siente, ese «no» libre al pecado, que es como el «sí» de María a la gracia. El «no» va dicho en relación a la raíz del pecado de cada uno. En la mujer se trataba de un pecado social, de alguien a la que se le acercaba la gente o para estar con ella o para apedrearla. Por eso, el Señor no sólo le despeja el camino, sino que la pone a caminar, para que deje de ser «objeto» de la mirada ajena, para que sea protagonista. El no pecar no se refiere sólo al aspecto moral, creo yo, sino a un tipo de pecado que no la deja hacer su vida. También le dice al paralítico de la piscina de Betesda: «No peques más» (Jn 5,14). Pero a este —que se justificaba con las cosas tristes que «le sucedían», que tenía una psicología de víctima— lo pincha un poco con eso de que «no sea que te suceda algo peor». Aprovecha el Señor su manera de pensar, aquello que teme, para sacarlo de su parálisis. Lo persuade con el susto, digamos. Así, cada uno tenemos que escuchar este «no peques más» de manera honda, personal».

Esta imagen del Señor que pone a caminar a la gente, es muy suya. Él es el Dios que se pone a caminar con su pueblo, que lleva adelante y acompaña nuestra historia. Por eso el objeto al que se dirige, la misericordia, es muy preciso, es hacia aquello que hace que un hombre o una mujer no caminen en su lugar con los suyos, a su ritmo, hacia donde Dios lo invita a andar.

La pena, lo que conmueve, es que uno se pierda o se quede atrás, o se pase de vivo, que esté desubicado, digamos, o no esté a mano para el Señor, disponible para lo que Él quiera mandar, que uno no camine humildemente en presencia del Señor, que no camine en la caridad.

Ahora pasamos al espacio del confesionario, donde la verdad nos hace libres.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos hace ver el confesionario como un lugar en el que la verdad nos hace libres para un encuentro: «Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que es-pera al hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador» (n. 1465). Y nos recuerda que «el confesor no es dueño, sino el servidor del perdón de Dios. El ministro de este sacramento debe unirse a la intención y a la caridad de Cristo» (n. 1466).

Signo e instrumento de un encuentro. Eso somos. Atracción eficaz para un encuentro. Signo quiere decir que debemos atraer, como cuando uno hace señales para llamar la atención. Un signo debe ser coherente y claro, pero sobre todo comprensible. Porque hay signos que son claros sólo para los especialistas. Signo e instrumento. El instrumento se juega la vida en su eficacia, en estar a mano e incidir en la realidad de manera precisa, adecuada. Somos instrumento si de verdad la gente se encuentra con el Dios misericordioso. A nosotros nos toca «hacer que se encuentren», que queden frente a frente. Lo que después hagan ellos es cosa suya. Hay un hijo pródigo en el chiquero y un padre que sube todas las tardes a la terraza a ver si viene; hay una oveja perdida y un pastor que ha salido a buscarla; hay un herido tirado al borde del camino y un samaritano que tiene buen corazón. ¿Cuál es, pues, nuestro ministerio? Ser signo e instrumento de que estos se encuentren. Tengamos claro que nosotros no somos ni el padre, ni el pastor, ni el samaritano. Más bien estamos del lado de los otros tres, en cuanto pecadores. Nuestro ministerio tiene que ser signo e instrumento de ese encuentro. Por eso, nos situamos en el ámbito del misterio del Espiritu Santo, que es el que crea la Iglesia, el que hace la unidad, el que reaviva una y otra vez el encuentro.

La otra cosa propia de un signo y de un instrumento es su no autorreferencialidad, por decirlo en difícil. Nadie se queda en el signo una vez que comprendió la cosa; nadie se queda mirando el destornillador ni el martillo, sino que mira el cuadro que quedó bien fijado. Siervos inútiles somos. Esto es, instrumento y signo que fueron muy útiles para otros dos que se fundieron en un abrazo, como el padre con su hijo.

La tercera característica propia del signo y del instrumento es su disponibilidad. Que el instrumento esté a la mano, que el signo sea visible. La esencia del signo y del instrumento es ser mediadores. Quizás aquí está la clave de nuestra misión en este encuentro de la misericordia de Dios con el hombre. Es más claro probablemente usar un término negativo. San Ignacio hablaba de «no ser impedimento». Un buen mediador es el que facilita las cosas y no pone impedimentos. En mi tierra había un gran confesor, el padre Cullen, que se sentaba en el confesionario y hacía dos cosas: una era arreglar pelotas de cuero para los chicos que jugaban al fútbol, la otra era leer un gran diccionario chino. Él decía que, cuando la gente lo veía en actividades tan inútiles, como arreglar pelotas viejas, y tan a largo plazo, como leer un diccionario chino, pensaba: «Voy a acercarme a charlar un poco con este cura, ya que se ve que no tiene nada que hacer». Estaba disponible para lo esencial. Quitaba el impedimento de andar siempre con cara de muy ocupado.

Todos nosotros hemos conocido buenos confesores. Hay que aprender de nuestros buenos confesores, de aquellos a los que la gente se les acerca, los que no la espantan y saben hablar hasta que el otro cuenta lo que le pasa, como Jesús con Nicodemo. Si uno se acerca al confesionario es porque está arrepentido, ya hay arrepentimiento. Y si se acerca es porque tiene deseo de cambiar. O al menos deseo de deseo, si la situación le parece imposible (ad impossibilia nemo tenetur, como dice el brocardo, nadie está obligado a hacer lo imposible).

Hay que aprender de los buenos confesores, los que tienen delicadeza con los pecadores y les basta media palabra para comprender todo, como Jesús con la hemorroísa, y ahí precisamente les sale la fuerza del perdón. La integridad de la confesión no es cuestión de matemáticas. A veces la vergüenza se cierra más ante el número que ante el nombre del pecado mismo. Pero para esto hay que dejarse conmover ante la situación de la gente, que a veces es una mezcla de cosas, de enfermedad, de pecado y de condicionamientos imposibles de superar, como Jesús, que se conmovía al ver a la gente, lo sentía en las entrañas, en las tripas y por eso curaba y curaba, aunque el otro «no lo pidiera bien», como aquel leproso, o diera vueltas como la Samaritana, que era como el tero: chillaba en un lado pero tenía el nido en otro.

Hay que aprender de los confesores que saben hacer que el penitente sienta la corrección dando un pasito adelante, como Jesús, que daba una penitencia que bastaba, y sabía valorar al que volvía a dar gracias, al que daba para más. Jesús hacía tomar la camilla al paralítico, o se hacía rogar un poco por los ciegos o por la mujer sirofenicia. No le importaba si después no le hacían caso, como el paralítico de Betesda, o si contaban cosas que les había mandado que no contaran y luego parecía que el leproso era él, porque no podía entrar en los poblados o sus enemigos encontraban motivos para condenarlo. Él curaba, perdonaba, daba alivio, descanso, dejaba respirar a la gente un hálito del Espíritu consolador.

Conocí en Buenos Aires a un fraile capuchino —un poco menor que yo—que es un gran confesor. Siempre tiene delante del confesionario una fila, mucha gente; sí, más y más gente, todo el día confesando. Y él es un gran perdonador. Y perdona, pero, a veces, le agarran escrúpulos de haber perdonado mucho. Y entonces, una vez, charlando, me dijo: «A veces, tengo esos escrúpulos». Y yo le pregunté: «¿Y qué hacés cuando tenés esos escrúpulos?». «Voy delante del sagrario, lo miro al Señor, y le digo: “Señor, perdoname, hoy he perdonado mucho. Pero que quede claro, ¿eh?, que la culpa la tenés vos porque me diste el mal ejemplo”». La misericordia la mejoraba con más misericordia.

Por último, en esto de la confesión, dos consejos: Uno, no tengan nunca la mirada del funcionario, del que sólo ve «casos» y se los quita de encima. La misericordia nos libra de ser un cura juezfuncionario, digamos, que de tanto juzgar «casos» pierde la sensibilidad para las personas, para los rostros. La regla de Jesús es «juzgar como queremos ser juzgados». En esa medida intima que uno tiene para juzgar si lo trataron con dignidad, si lo ningunearon o lo maltrataron, si lo ayudaron a ponerse en pie… —fijémonos en que el Señor confía en esa medida que es tan subjetivamente personal— está la clave para juzgar a los demás. No tanto porque esa medida sea «la mejor», sino porque es sincera y, a partir de ella, se puede construir una buena relación. El otro consejo: No sean curiosos en el confesionario. Cuenta santa Teresita que, cuando recibía las confidencias de sus novicias, se cuidaba muy bien de preguntar cómo había seguido la cosa. No curioseaba el alma de la gente (cf. Historia de un alma, manuscrito C. A la madre Gonzaga, c. XI 32 r). Es propio de la misericordia «cubrir con su manto» el pecado para no herir la dignidad. Como los dos hijos de Noé, que cubrieron con el manto la desnudez de su padre, que se había emborrachado (cf. Gn 9,23).

Dimensión social de las obras de misericordia

Al final de los Ejercicios, san Ignacio pone la «contemplación para alcanzar amor», que conecta lo vivido en la oración con la vida cotidiana. Y nos hace reflexionar acerca de cómo el amor hay que ponerlo más en las obras que en las palabras. Esas obras son las obras de misericordia, las que el Padre «preparó de antemano para que las practicáramos» (Ef 2,10), las que el Espíritu inspira a cada uno para el bien común (cf. 1 Co 12, 7). A la vez que agradecemos al Señor por tantos beneficios recibidos de su bondad, pedimos la gracia de llevar a todos los hombres esa misericordia que nos ha salvado a nosotros.

Les propongo meditar con alguno de los párrafos finales de los Evangelios. Allí, el Señor mismo establece esa conexión entre lo recibido y lo que debemos dar. Podemos leer estos finales en clave de «obras de misericordia», que ponen en acto el tiempo de la Iglesia en el que Jesús resucitado vive, acompaña, envía y atrae nuestra libertad, que encuentra en él su realización concreta y renovada cada día.

Mateo nos dice que el Señor envía a los apóstoles y les dice: «Enseñen a guardar todo lo que yo les he mandado» (28,20). Este «enseñar al que no sabe» es en sí mismo una de las obras de misericordia. Y se multiplica como la luz en las demás obras: en las de Mateo 25, que tienen que ver más con las obras así llamadas corporales, y en todos los mandamientos y consejos evangélicos, de «perdonar», «corregir fraternalmente», consolar a los tristes, soportar las persecuciones…

Marcos termina con la imagen del Señor que «colabora» con los apóstoles y «confirma la Palabra con las señales que la acompañan» (cf. 16,20). Esas «señales» tienen la característica de las obras de misericordia. Marcos habla, entre otras cosas, de sanar a los enfermos y expulsar a los malos espíritus (cf. 16,17-18).

Lucas continúa su Evangelio con el libro de los «Hechos» —praxeis— de los apóstoles, narrando su modo de proceder y las obras que hacen, guiados por el Espíritu.

Juan termina hablando de las «otras muchas cosas» (21,25) o «señales» (20,30) que hizo Jesús. Los hechos del Señor, sus obras, no son meros hechos sino que son signos en los que, de manera personal y única en cada uno, se muestra su amor y su misericordia.

Podemos contemplar al Señor que nos envía a este trabajo con la imagen de Jesús misericordioso, tal como se le reveló a sor Faustina. En esa imagen podemos ver la Misericordia como una única luz que viene de la interioridad de Dios y que, al pasar por el corazón de Cristo, sale diversificada, con un color propio para cada obra de misericordia.

Las obras de misericordia son infinitas, cada una con su sello personal, con la historia de cada rostro. No son solamente las siete corporales y las siete espirituales en general. O más bien, estas, así numeradas, son como las materias primas —las de la vida misma— que, cuando las manos de la misericordia las tocan y las moldean, se convierten cada una de ellas en una obra artesanal. Una obra que se multiplica como el pan en las canastas, que crece desmesuradamente como la semilla de mostaza. Porque la misericordia es fecunda e inclusiva. Es verdad que solemos pensar en las obras de misericordia de una en una, y en cuanto ligadas a una obra: hospitales para los enfermos, comedores para los que tienen hambre, hospederías para los que están en situación de calle, escuelas para los que tienen que educarse, el confesionario y la dirección espiritual para el que necesita consejo y perdón… Pero, si las miramos en conjunto, el mensaje es que el objeto de la misericordia es la vida humana misma y en su totalidad. Nuestra vida misma en cuanto «carne» es hambrienta y sedienta, necesitada de vestido, casa y visitas, así como de un entierro digno, cosa que nadie puede darse a sí mismo. Hasta el más rico, al morir, queda hecho una miseria y nadie lleva detrás, en su cortejo, el camión de la mudanza. Nuestra vida misma, en cuanto «espíritu», tiene necesidad de ser educada, corregida y alentada (consolada). Necesitamos que otros nos aconsejen, nos perdonen, nos aguanten y recen por nosotros. La familia es la que practica estas obras de misericordia de manera tan ajustada y desinteresada que no se nota, pero basta que en una familia con niños pequeños falte la mamá para que todo se quede en la miseria. La miseria más absoluta y crudelísima es la de un niño en la calle, sin papás, a merced de los buitres.

Hemos pedido la gracia de ser signo e instrumento, ahora se trata de «actuar», y no sólo de tener gestos sino de hacer obras, de institucionalizar, de crear una cultura de la misericordia. Puestos a obrar, sentimos inmediatamente que es el Espíritu el que moviliza y lleva adelante estas obras. Y lo hace utilizando los signos e instrumentos que desea, aunque a veces no sean los más aptos en sí mismos. Es más, se diría que para ejercitar las obras de misericordia el Espíritu elige más bien los instrumentos más pobres, los más humildes e insignificantes, los más necesitados ellos mismos de ese primer rayo de la misericordia divina. Estos son los que mejor se dejan formar y capacitar para realizar un servicio de verdadera eficacia y calidad. La alegría de sentirse «siervos inútiles», a los que el Señor bendice con la fecundidad de su gracia, y que él mismo en persona sienta a su mesa y les ofrece la Eucaristía, es una confirmación de estar trabajando en sus obras de misericordia.

A nuestro pueblo fiel le gusta unirse en torno a las obras de misericordia. Tanto en las celebraciones —penitenciales y festivas— como en la acción solidaria y formativa, nuestro pueblo se deja juntar y pastorear de una manera que no todos advierten ni valoran, aunque fracasen tantos otros planes pastorales centrados en dinámicas más abstractas. La presencia masiva de nuestro pueblo fiel en nuestros santuarios y peregrinaciones, presencia anónima, pero anónima por exceso de rostros y por el deseo de hacerse ver sólo por Aquel y Aquella que los miran con misericordia, así como por la colaboración también numerosa que, sosteniendo con su trabajo tanta obra solidaria, debe ser motivo de atención, de valoración y de promoción por nuestra parte.

Como sacerdotes, pedimos dos gracias al Buen Pastor, la de saber dejamos guiar por el sensus fidei de nuestro pueblo fiel, y también por su «sentido del pobre». Ambos «sentidos» tienen que ver con su «sensus Christi», con el amor y la fe que nuestro pueblo tiene por Jesús.

Terminamos rezando el Alma de Cristo, que es una hermosa oración para pedir misericordia al Señor venido en carne, que nos misericordea con su mismo Cuerpo y Alma. Le pedimos que nos misericordee junto con su pueblo: a su alma, le pedimos «santifícanos», a su cuerpo, le suplicamos «sálvanos», a su sangre, le rogamos «embriáganos», quítanos toda otra sed que no sea de ti, al agua de su costado, le pedimos «lávanos»; a su pasión le rogamos «confórtanos», consuela a tu pueblo, Señor crucificado; en sus llagas suplicamos «hospédanos»… No permitas que tu pueblo, Señor, se aparte de ti. Que nada ni nadie nos separe de tu misericordia, que nos defiende de las insidias del enemigo maligno. Así podremos cantar las misericordias del Señor junto con todos tus santos cuando nos mandes ir a ti.


Tercera meditación – San Paolo fuori le Mura