Lectio Divina en la Peregrinación del Prebiterio de la Provincia Bajío al Santuario Votivo Nacional de Cristo Rey

LECTIO DIVINA  (2Tim 2,8-13)
Silao, Gto., 22 de noviembre de 2012


Oración

Señor, te damos gracias
porque nos reúnes una vez más en tu presencia.
Señor, Tú nos pones hoy frente a tu Palabra,
ayúdanos a acercarnos a ella con reverencia,
con atención, con humildad.
Envíanos tu Espíritu para que podamos acogerla
con verdad, con sencillez,
para que ella transforme nuestra vida.
Que tu Palabra penetre en nosotros
como espada de dos filos.
Que nuestro corazón esté abierto,
como el de María, Madre tuya y Madre nuestra.
Y como en ella la Palabra se hizo carne,
también en nosotros y en nuestras comunidades
esta Palabra tuya se transforme en obras de vida
según tu voluntad.
Amén.


1. Lectura del Texto

Se comienza con la lectura “lectio” del texto, que suscita la cuestión sobre el conocimiento de su contenido auténtico: ¿Qué dice el texto bíblico en sí mismo? Sin este momento, se corre el riesgo de que el texto se convierta sólo en un pretexto para no salir nunca de nuestros pensamientos (Verbum Domini 87).

“Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, descendiente de David, según mi Evangelio. Por él estoy sufriendo en la cárcel, como si fuera un malhechor; pero la palabra de Dios no está encadenada. Así que todo lo soporto por los elegidos, para que también ellos alcancen la salvación y la gloria eterna que está en Cristo Jesús. Es cierta esta afirmación:

Si hemos muerto con él, también viviremos con él;
si nos mantenemos firmes, también reinaremos con él;
si le negamos, también él nos negará;
si somos infieles, él permanece fiel,
pues no puede negarse a sí mismo”.

Este texto es una exhortación que san Pablo escribe en su segunda carta a Timoteo desde su prisión en Roma en el año 67, donde espera ser enviado pronto a la muerte. Desde su experiencia de cautiverio, enseña sobre el sentido de los sufrimientos del apóstol cristiano.

San Pablo escribe esta carta con la firme convicción de ser “apóstol de Cristo Jesús, por voluntad de Dios” (1,1a) y no por méritos propios. Recibió directamente de Dios su vocación de apóstol y considera su apostolado como una misión y un mandato. Ser apóstol significa ser enviado de Cristo con la plenitud  de su autoridad, lo que le permite tener la disposición de dar normas sobre la organización y el comportamiento de la comunidad cristiana. Con esa misma autoridad confirma la autoridad de Timoteo, que es su delegado en la iglesia de Éfeso. La misión de Pablo es “anunciar la promesa de la vida que está en Cristo Jesús” (1,1b), esto significa que Cristo ha cumplido la promesa divina de ofrecer la vida a todos los hombres. A esta vida se llega mediante la unión presente con Cristo, y alcanzará su perfección en el futuro.

Timoteo, es un gran pastor, compañero inseparable de Pablo a quien llama: “verdadero hijo mío en la fe” (1Tim 1,2), “hijo querido” (2Tim 1,1); son algunas expresiones que muestran el afecto que sentía por él. Natural de Listra (Licaonia), hijo de padre griego y madre judía, convertido por Pablo al cristianismo, durante su primer viaje de misión por el año 47. Siendo todavía joven, el apóstol le encarga la responsabilidad pastoral de las iglesias de la provincia de Asia (1Tes 3,2; 1Tim 4,12). Pronto se convirtió en su fiel compañero y colaborador y compartió su amor y celo por las almas, dice: “no tengo a nadie que comparta tan íntima y sinceramente como él mis sentimientos y preocupaciones” (Flp 2,20). Timoteo posee el poder de exhortar y fortalecer a las comunidades, de velar por ellas, y así realizar en el fondo la misma obra de Pablo; por eso le da el mismo título con que él se define: “colaborador de Dios” (1Tes 3,2).

Pablo pide a Timoteo que reavive el don espiritual que ha recibido por imposición de sus manos (1,6). Por la ordenación posee un carisma, un don espiritual, que permanece en él como estado permanente de consagración, que le ayudará a dar testimonio en la predicación y también en el sufrimiento (1,8). Se enfrenta a un movimiento herético sincretista, entre el dualismo gnóstico (1Tim 1,14) y el legalismo judío (1Tim 1,7-11). El criterio de discernimiento ha de ser la sana doctrina de la fe de origen apostólico; la tradición, enseñanza que ha de guardar con celo y dejar en herencia con fidelidad. Éste depósito incluye el kerigma apostólico y su instrucción, así como su disciplina. La auténtica tradición está asegurada por una cadena de transmisores legitimados para su salvaguardia: presbíteros, obispos y diáconos.

Timoteo debe soportar, como Pablo, las fatigas como un buen soldado de Cristo (2,3), revestirse de la armadura de Dios (Ef 6,13), armadura del cristiano que es la verdad de su fe y la palabra de Dios, que es la expresión de esa fe.  Timoteo ha de entregarse por completo a su labor, sin acobardarse por la fatiga o el sufrimiento, evitando cualquier cosa que pueda distraerlo de esta dedicación. Así recibirá alabanza de Cristo, quien le confió la tarea, la corona de la victoria y el fruto de su esfuerzo.

Pablo alienta y conforta a Timoteo pidiéndole que vuelva su mente y su corazón al ejemplo de Jesucristo, resucitado de entre los muertos (2,8). En él se ha manifestado la acción de Dios, mediante la fuerza poderosa del  Espíritu Santo que le ha devuelto a la vida, constituyéndolo en su estado glorioso de “Kyrios”, que merece por nuevo título – el mesiánico –  su nombre eterno de Hijo de Dios. Esto constituye el mensaje central del evangelio de Pablo: Cristo muerto y resucitado, salvación de los pecadores, justificados por la obediencia de la fe (Rom 1,5). Este es el motivo supremo que ha de dar sentido a los sufrimientos apostólicos de Timoteo. Es el camino que siguió Pablo con la dura prisión, pero la cárcel no impide que el evangelio se siga anunciando, pues la Palabra no está encadenada (1,9), Jesús sigue llamando a otros evangelizadores y Pablo mismo con sus cadenas es testimonio que habla desde el sufrimiento convirtiendo incluso a sus custodios (Flp 1,13).

Los sufrimientos consecuencia de la vocación apostólica no sólo manifiestan la fidelidad a Cristo, sino que también contribuyen a la salvación de los hombres, por eso Pablo los soporta por los elegidos, para que también ellos la alcancen junto con la gloria eterna que están en Cristo Jesús (2,10), como lo enseña la doctrina del cuerpo místico y la comunión de los santos (Col 1,24). Los apóstoles viven el sufrimiento inherente a su misión con una actitud de generosidad, porque son valiosos para todos aquellos que son elegidos para participar de la fe en Cristo, tanto los que ya son cristianos como los que aún no están convertidos.

La última parte del texto (2,11-13), parece tomada de un antiguo himno  cristiano (cf. 1Tim 1,17; 3,16; 6,15-16). Es cierta esta afirmación, dice Pablo, si morimos con Cristo, viviremos con él; si nos mantenemos firmes reinaremos con él (2,11-12). La fe que se profesa en la muerte y resurrección de Cristo es  “segura”, digna de crédito. Es una verdad fundamental, que se profesa entre los cristianos, es la fe de la Iglesia primitiva. Cuando Pablo habla de morir y resucitar con Cristo, no sólo piensa en la muerte y resurrección mística del bautismo (Rom 6,3-11), sino también del desarrollo de esta experiencia en la vida cristiana, insistiendo especialmente en los sufrimientos físicos y en los riesgos del apostolado; la etapa final de esta unión con Cristo tendrá lugar en la parusía (Col 3,3-5). La comunión con la muerte de Cristo conduce a la vida eterna, y la participación en los sufrimientos de Cristo hará participar también del reino del Padre con él.

Si negamos a Cristo, él nos negará (2,12), esta negación significaría una infidelidad del discípulo en tiempo de pruebas o de sufrimientos. La negativa de Cristo podría significar que no reconocerá a un individuo en el día del juicio como uno de sus seguidores (Mt 10,33). Si somos infieles, él permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo (2,13), Jesús permanece fiel lo mismo a su promesa de castigar que a la de mostrar amor y misericordia (Rom 3,3-8). Si sin negarle fallamos, por grande que sea nuestra infidelidad, él permanece fiel a sus promesas de salvación universal y espera siempre nuestra conversión. Más aún, como pastor solícito corre en pos de la oveja descarriada. Jesús no puede negarse sí mismo es inmutable por su misma naturaleza.

2.  Meditación

En la meditación (meditatio) la cuestión es: ¿Qué nos dice el texto bíblico a nosotros? Aquí, cada uno personalmente, pero también comunitariamente, debe dejarse interpelar y examinar, pues no se trata ya de considerar palabras pronunciadas en el pasado, sino en el presente (Verbum Domini 87).

San Pablo escribe convencido de su vocación apostólica; es apóstol de Cristo por voluntad de Dios. La vocación sacerdotal es la historia de un inefable diálogo entre Dios y el hombre, entre el amor de Dios que llama y la libertad del hombre que, responde a Dios en el amor. “No me eligieron ustedes a mí, sino que yo los elegí a ustedes y los he destinado para que vayan y den fruto y que su fruto permanezca” (Jn 15,16). La decisión libre y soberana de Dios de llamar al hombre, exige respeto absoluto, es un don de la gracia divina y no un derecho del hombre, nunca se puede considerar la vida sacerdotal como una promoción simplemente humana, ni un proyecto personal. Debe quedar excluida toda vanagloria y presunción por parte de los llamados. Se ha de vivir en profunda gratitud, con la confianza y esperanza firmes, porque saben que están apoyados no en sus propias fuerzas, sino en la fidelidad incondicional de Dios que llama (Cf. PDV 36).

San Pablo ha llevado a Timoteo a la fe en Cristo, “verdadero hijo en la fe” (1Tim 1,2), a él le debe su conversión. Por la imposición de las manos recibió la ordenación sacerdotal. Por eso le pide que para cumplir la misión reavive el don espiritual que recibió, así podrá dar testimonio en la predicación lo mismo que en el sufrimiento. “Los primeros promotores del discipulado y de la misión son aquellos que han sido llamados ‘para estar con Jesús y ser enviados a predicar’ (cf. Mc 3,14), es decir, los sacerdotes”.# Junto con el Obispo, todos los sacerdotes son solidarios y corresponsables en la búsqueda y promoción de las vocaciones presbiterales. El presbítero participa de la solicitud de toda la Iglesia para que nunca falten operarios en el Pueblo de Dios. “La vida misma de los presbíteros, su entrega incondicional a la grey de Dios, su testimonio de servicio amoroso al Señor y a su Iglesia –un testimonio sellado con la opción por la cruz, acogida en la esperanza y en el gozo pascual –, su concordia fraterna y su celo por la evangelización del mundo, son el factor primero y más persuasivo de fecundidad vocacional” (OT 2).

El ejercicio del apostolado exige del discípulo valentía para enfrentar las situaciones adversas. San Pablo invita a Timoteo a soportar las fatigas como un buen soldado (2,3). No  se debe acobardar ante la fatiga ni el sufrimiento. También en nuestros días, ante los hechos violentos, relacionados, en numerosas ocasiones, con la delincuencia organizada; debemos acercarnos a esta realidad con ojos y corazón de pastores. Estamos llamados a acompañar en el camino de la vida a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, compartir con ellos sus esperanzas, sus logros y frustraciones. Nos duele profundamente, como pastores, la sangre que se ha derramado: la de los niños abortados, las mujeres asesinadas; la angustia de las víctimas de secuestros, asaltos y extorsiones. Nos interpela el dolor y la angustia, la incertidumbre y el miedo de tantas personas. Nos preocupa, que de la indignación y el coraje natural, brote en el corazón la rabia, el odio, el rencor, el deseo de venganza y de justicia por propia mano. En el seguimiento de Jesucristo, contemplando lo que él hizo, con la luz de su Vida y de su Palabra, queremos discernir lo que nosotros debemos hacer en las circunstancias que vive nuestra patria.#

Los discípulos de Jesucristo no podemos olvidar la finalidad de la misión que nos ha sido confiada: “Los he destinado para que vayan y den fruto y su fruto permanezca” (Jn 15,14). La alegría del discípulo es antídoto frente a un mundo atemorizado por el futuro y agobiado por la violencia y el odio (DA 29). Esta misión de construir el Reino y de anunciar la Buena Nueva a los pobres y a todos los que sufren, exige de nosotros una mirada que nos permita desenmascarar las obras del mal, denunciar con valentía las situaciones de pecado, evidenciar las estructuras de muerte, de violencia y de injusticia, con la consigna de vencer el mal con la fuerza del bien (Rom 12,21), para hacer de la Iglesia un instrumento de reconciliación y de paz (DA 95).

San Pablo le pide a Timoteo que se acuerde de Jesucristo, resucitado de entre los muertos. Recordar es volver a revivir la experiencia del primer encuentro, con un acontecimiento, con una Persona que le da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva; un encuentro de fe con la persona de Jesús (DA 243). En la historia de amor trinitario, Jesús de Nazaret, hombre como nosotros y Dios con nosotros, muerto y resucitado, nos es dado como Camino, Verdad y Vida. En el encuentro de fe con el inaudito realismo de su Encarnación, hemos podido oír, ver con nuestros ojos, contemplar y palpar con nuestras manos la Palabra de vida (1Jn 1,1). Esta prueba definitiva de amor tiene el carácter de un anonadamiento radical (kénosis), porque Cristo “se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2,8).

En este Año de la Fe, el Papa Benedicto nos dice “Durante este tiempo, tendremos la mirada fija en Jesucristo, ‘que inició y completa nuestra fe’ (Hb 12,2): en él encuentra su cumplimiento todo afán y todo anhelo del corazón humano. La alegría del amor, la respuesta al drama del sufrimiento y el dolor, la fuerza del perdón ante la ofensa recibida y la victoria de la vida ante el vacío de la muerte, todo tiene su cumplimiento en el misterio de su Encarnación, de su hacerse hombre, de su compartir con nosotros la debilidad humana para transformarla con el poder de su resurrección. En él, muerto y resucitado por nuestra salvación, se iluminan plenamente los ejemplos de fe que han marcado los últimos dos mil años de nuestra historia de salvación (Porta Fidei 13).

La Palabra de Dios no está encadenada, permanece para siempre. Y esa palabra es el Evangelio que sigue anunciando la Iglesia a través de los siglos. Dios se sigue comunicando a sí mismo mediante el don de su palabra. Esta palabra que permanece para siempre, ha entrado en el tiempo. Dios ha pronunciado su palabra eterna de un modo humano; su Verbo “se hizo carne” (Jn 1,14). Esta es la buena noticia. Éste es el anuncio que, a través de los siglos, llega hasta nosotros. Comunicar la alegría que se produce en el encuentro con la Persona de Cristo, Palabra de Dios presente en medio de nosotros, es un don y una tarea imprescindible para la Iglesia (VD 1;2). La Palabra de Dios es indispensable para formar el corazón de un buen pastor, ministro de la Palabra. Los obispos, presbíteros y diáconos no pueden pensar de ningún modo en vivir su vocación y misión sin un compromiso decidido y renovado de santificación, que tiene en el contacto con la Biblia uno de sus pilares (VD 78). El sacerdote es ante todo Ministro de la Palabra de Dios; es el ungido y enviado para anunciar a todos el Evangelio del Reino, llamando a cada hombre a la obediencia de la fe y conduciendo a los creyentes a un conocimiento y comunión cada vez más profundos del misterio de Dios, revelado y comunicado a nosotros en Cristo. Por eso el sacerdote debe ser el primero en cultivar una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios; necesita acercarse a ella con un corazón dócil y orante, para que ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí una mentalidad nueva: “la mente de Cristo (1Co 2,16). Solamente permaneciendo en la Palabra, el sacerdote será perfecto discípulo del Señor; conocerá la verdad y será verdaderamente libre (VD 80).

La fidelidad a Cristo es fidelidad a la Iglesia. La Iglesia en su conjunto, y en ella sus pastores, como Cristo han de ponerse en camino para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud (Porta Fidei 2). El presbítero, a imagen del Buen Pastor, está llamado a ser hombre de la misericordia y la compasión, cercano a su pueblo y servidor de todos, particularmente de los que sufren grandes necesidades. La caridad pastoral, fuente de la espiritualidad sacerdotal, anima y unifica su vida y ministerio. Consciente de sus limitaciones, valora la Pastoral Orgánica y se inserta con gusto en su presbiterio (DA 198).

La Iglesia continúa su peregrinación “en medio de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios”, anuncia la cruz y la muerte del Señor hasta que vuelva (cf. 1Co 11,26). Se siente fortalecida con la fuerza del Señor resucitado para poder superar con paciencia y amor todos los sufrimientos y dificultades, tanto interiores como exteriores, y revelar en el mundo el misterio de Cristo, aunque bajo sombra, sin embargo, con fidelidad hasta que al final se manifieste a plena luz (Porta Fidei 6).


3. Oración

El momento de la oración (oratio), que supone la pregunta: ¿Qué decimos nosotros al Señor como respuesta a su Palabra? La oración como petición, intercesión, agradecimiento y alabanza, es el primer modo con el que la Palabra nos cambia.

  • Gracias a Dios por el Don recibido.
  • Perdón por actitudes que no hayan agradado a Dios. Por no haber custodiado el don recibido. Por no reavivarlo.
  • Le pedimos que nos fortalezca para crecer en nuestra fidelidad. Para caminar como discípulos misioneros. Para ser «forma gregis» de la comunidad.

Cada aspecto de la formación sacerdotal puede referirse a María como la persona humana que mejor que nadie ha correspondido a la vocación de Dios; que se ha hecho sierva y discípula de la Palabra hasta concebir en su corazón y en su carne al Verbo hecho hombre para darlo a la humanidad; que ha sido llamada a la educación del único y eterno Sacerdote, dócil y sumiso a su autoridad materna. Con su ejemplo y mediante su intercesión, la Virgen santísima sigue vigilando el desarrollo de las vocaciones y de la vida sacerdotal en la Iglesia.

“Quédate con nosotros, Señor, acompáñanos aunque no siempre hayamos sabido reconocerte. Quédate con nosotros, porque en torno a nosotros se van haciendo más densas las sombras, y tú eres la Luz; en nuestros corazones se insinúa la desesperanza, y tú los haces arder con la certeza de la Pascua. Estamos cansados del camino, pero tú nos confortas en la fracción del pan para anunciar a nuestros hermanos que en verdad tú has resucitado y que nos has dado la misión de ser testigos de tu resurrección.

Quédate con nosotros, Señor, cuando en torno a nuestra fe católica surgen las nieblas de la duda, del cansancio o de la dificultad: tú, que eres la Verdad misma como revelador del Padre, ilumina nuestras mentes con tu Palabra; ayúdanos a sentir la belleza de creer en ti” (DA, 554).


4. Contemplación (Compromiso)

La contemplación (contemplatio), durante la cual aceptamos como don de Dios su propia mirada al juzgar la realidad, y nos preguntamos: ¿Qué conversión de la mente, del corazón y de la vida nos pide el Señor? San Pablo, en la Carta a los Romanos, dice: «No os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto» (12,2). En efecto, la contemplación tiende a crear en nosotros una visión sapiencial, según Dios, de la realidad y a formar en nosotros «la mente de Cristo» (1 Co 2,16). La Palabra de Dios se presenta aquí como criterio de discernimiento, «es viva y eficaz, más tajante que la espada de doble filo, penetrante hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos. Juzga los deseos e intenciones del corazón» (Hb 4,12).

La renovación de la parroquia exige actitudes nuevas en los párrocos y en los sacerdotes que están al servicio de ella (DA 201):

  • La primera exigencia es que los sacerdotes sean auténticos discípulos de Jesucristo, porque sólo un sacerdote enamorado del Señor puede renovar una parroquia.
  • Pero, al mismo tiempo deben ser  ardorosos misioneros que vivan el constante anhelo de buscar a los alejados y no se contentan con la simple administración.
  • El Pueblo de Dios siente la necesidad de (DA 199):
    • presbíteros-discípulos: que tengan una profunda experiencia de Dios, configurados con el corazón del Buen pastor, dóciles a las mociones del Espíritu, que se nutran de la Palabra de Dios, de la Eucaristía y de la oración.
    • presbíteros-misioneros; movidos por la caridad pastoral: que los lleve a cuidar del rebaño a ellos confiados y a buscar a los más alejados predicando la Palabra de Dios, siempre en profunda comunión con su obispo, los presbíteros, diáconos, religiosos, religiosas y laicos.
    • presbíteros-servidores de la vida: que estén atentos a las necesidades de los más pobres, comprometidos en la defensa de los derechos de los más débiles y promotores de la cultura de la solidaridad. También de presbíteros llenos de misericordia, disponibles para administrar el sacramento de la Reconciliación.


† Faustino Armendáriz Jiménez
Obispo de Querétaro