PALABRA DOMINICAL: XII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, Mt 10, 16-23. “No tengan miedo”

“No tengan miedo”

En el evangelio de este domingo San Mateo (10, 16-23) nos narra una escena interesante en la vida de Jesús; analizando de cerca el texto podemos darnos cuenta que se trata de un narración cuya trascendencia es fundamental en la vida de todo creyente. Y que hoy en el ambiente en que vivimos y en que nos movemos es de gran esperanza y sosiego.  Jesús dirigiéndose a sus discípulos en primer lugar  les dice: “No tengan miedo a los hombres (v.26). 

El miedo es una dimensión natural de la vida. Desde la infancia se experimentan formas de miedo que luego se revelan imaginarias y desaparecen; sucesivamente emergen otras, que tienen fundamentos precisos en la realidad:  estas se deben afrontar y superar con esfuerzo humano y con confianza en Dios. Pero también hay, sobre todo hoy, una forma de miedo más profunda, de tipo existencial, que a veces se transforma en angustia: nace de un sentido de vacío, asociado a cierta cultura impregnada de un nihilismo teórico y práctico generalizado. Jesús se dirige a sus apóstoles con estas palabras con la intención de motivarles para que no se asusten, pues ninguna tribulación puede impedir el anuncio, ya que Dios mismo es su garante, él es quien consuela, da ánimo y garantiza la seguridad. Esto  no significa que los discípulos se vean exonerados de su labor o que no necesiten comprometerse total y completamente,  pues la tarea del anuncio que Jesús les encargó permanece como tal.

 Volviendo al texto vemos que la segunda apelación a la que Jesús nos invita, ya no se centra en el mensaje sino en los mensajeros, y nos anima a no tener miedo ante quienes pueden matar el cuerpo, sino a temer solo a quienes tiene poder solo sobre el cuerpo y el alma —esto es, sobre toda la persona— incluso más allá de la muerte es decir solo a Dios (Sab 10, 13). Quien “teme” a Dios “no tiene miedo”. El temor de Dios, que las Escrituras definen como “el principio de la verdadera sabiduría”, coincide con la fe en él, con el respeto sagrado a su autoridad sobre la vida y sobre el mundo. No  tener “temor de Dios” equivale a  ponerse en su lugar, a sentirse señores  del bien y del mal, de la vida y de la muerte. En cambio, quien teme a Dios  siente  en  sí  la seguridad que tiene el niño en los brazos de su madre (cf. Sal131, 2): quien teme a Dios permanece tranquilo incluso en medio de las tempestades, porque Dios, como nos lo reveló Jesús, es Padre lleno de misericordia y bondad.

 Quien lo ama no tiene miedo:  “No hay  temor  en el amor —escribe el apóstol san Juan—; sino que el amor perfecto  expulsa  el  temor, porque el temor  mira al castigo; quien teme no ha  llegado  a  la  plenitud en el amor” (Jn 4, 18). Por consiguiente, el creyente no se asusta ante nada, porque sabe que está en las manos de Dios, sabe que el mal y lo irracional no tienen la última palabra, sino que el único Señor del mundo y de la vida es Cristo, el Verbo de Dios encarnado, que nos amó hasta sacrificarse a sí mismo, muriendo en la cruz por nuestra salvación. Cuanto más crecemos en esta intimidad con Dios, impregnada de amor, tanto más fácilmente vencemos cualquier forma de miedo. 

 Finalmente, Jesús hace una tercera y última exhortación a no temer. Valiéndose de algunas imágenes de la vida ordinaria,  pone como modelo a las aves del cielo (Mt 6, 26), las cuales  no necesitan preocuparse  por nada porque Dios se ocupa de ellas. En efecto los discípulos de Jesús no debemos  entregarnos a preocupaciones falsas o exageradas, sino confiar en que Dios nos ayudará: y no solo porque somos más valiosos que los pájaros sino porque el Señor es nuestro padre y tiene nuestras vidas en sus manos y controla hasta los cabellos de nuestra cabeza.