PALABRA DOMINICAL, 4° DOMINGO DE CUARESMA Jn 9, 1-41 “SEÑOR, CURA MIS OJOS”.

4° DOMINGO DE CUARESMA

Jn 9, 1-41

“SEÑOR, CURA MIS OJOS”

Con la tradicional Antífona de entrada: “Alégrate, Jerusalén y que se reúnan cuantos la aman…” (cf. Is 66, 10-11), la Iglesia nos invita en este IV Domingo de Cuaresma a llenarnos de alegría por la inminente proximidad de las fiestas de la Pascua. El itinerario cuaresmal continúa su curso, ofreciéndonos todos los elementos necesarios para seguir preparando nuestro corazón y nuestra vida, y así, renovar nuestra fe en Cristo, en la noche santa de la Pascua.

Este domingo la liturgia de la Palabra nos ofrece en el evangelio una de las páginas más bellas del evangelio según san Juan. Contemplamos la narración en la cual Jesús cura a un ciego de nacimiento (Jn 9, 1-41). Dicho texto muestra el itinerario de la fe que todos los seres humanos estamos invitados a recorrer, hasta llegar a contemplar a Cristo como “Luz del mundo” (Jn 8, 12) y adherirnos a él, viviendo como hijo de la luz en la bondad, la santidad y la verdad. Buscando lo que es agradable al Señor, y no tomando parte en las obras estériles de los que son tinieblas (cf. Ef 8-14).

El texto narra una de las escenas en la vida ordinaria de Jesús. Sin embargo, conviene destacar en él, cómo una persona sencilla y sincera, de modo gradual, recorre un camino de fe: en un primer momento encuentra a Jesús como un «hombre» entre los demás; luego lo considera un «profeta»; y, al final, sus ojos se abren y lo proclama «Señor». En contraposición a la fe del ciego curado se encuentra el endurecimiento del corazón de los fariseos que no quieren aceptar el milagro, porque se niegan a aceptar a Jesús como el Mesías. La multitud, en cambio, se detiene a discutir sobre lo acontecido y permanece distante e indiferente. A los propios padres del ciego los vence el miedo del juicio de los demás.

Muchos de nosotros hemos recibido de niños la fe, lo cual sin duda es garantía de la gracia; sin embargo, ello exige un compromiso por parte nuestra, que supone una actitud frente a Jesús; más aún, exige una adhesión a él, a su persona, a su mensaje. Convendría que en este tiempo de cuaresma cada uno de nosotros respondiésemos desde la propia realidad a las preguntas: ¿Qué pienso de Jesús? ¿Qué ha hecho en mí? ¿Creo yo que él es el Hijo del Hombre? Preguntas que sin duda, será difícil responder si no hemos tenido una relación íntima, estrecha y directa con Jesús; empero, si nos decidimos podremos poco a poco ir clarificando con la ayuda de la gracia, con el conocimiento de su vida y su mensaje pero sobre todo con la experiencia de dejarnos tocar por él en la intimidad de la oración, de la reconciliación y del ejercicio de la cariad fraterna.

Hoy, quizá habremos muchos que incluso en la edad adulta, no nos hemos dado cuenta de nuestras cegueras. Vamos caminando por la vida, sin darnos cuenta que las cosas pueden ser mejores, más claras, ricas de colores y luminosas. El Señor Jesús hoy sale a nuestro encuentro en lo ordinario de la vida. Quiere tocarnos y devolvernos la vista. Quiere que tras la experiencia del “encuentro” hagamos nuestro el itinerario que nos lleve a reconocerle como «Señor». Dejemos que nos toque y nos cure de nuestras cegueras físicas y espirituales y así lleguemos pronto a creer que “Él es el Señor”. Alegrémonos pues Jesús, la luz del mundo, quiere tocarnos y con la saliva de la gracia, quiere untarnos los ojos para retirarnos las escamas que no nos dejan ver y caminar como hijos de la luz.

El milagro de la curación es el signo de que Cristo, junto con la vista, quiere abrir nuestra mirada interior, para que nuestra fe sea cada vez más profunda y podamos reconocer en él a nuestro único Salvador. Él ilumina todas las oscuridades de la vida y lleva al hombre a vivir como «hijo de la luz».