PALABRA DOMINICAL: 3° DOMINGO DE PASCUA, Lc 24, 13 – 35. ¡Que arda nuestro corazón, Señor!

 

¡Que arda nuestro corazón, Señor!

El Evangelio de este tercer domingo de Pascua, presenta el episodio de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35), un relato que no acaba nunca de sorprendernos y conmovernos pues la novedad de la Resurrección, hoy como ayer, sigue siendo el motivo mediante el cual los hombres y las mujeres, estamos invitados a recobrar la Esperanza y el sentido de nuestra vida.

El evangelista nos cuenta cómo es que la tarde del día de la resurrección, dos de los discípulos vuelven a sus casa; su vida, sus esperanzas, sus ideales y proyectos tal parece se ven frustrados, pues las promesas de su maestro, consideran han sido vanas, falsas e ilusorias. Esa actitud tiende, lamentablemente, a difundirse también en nuestra cultura y sociedad: esto ocurre cuando los discípulos de hoy nos alejamos de la Jerusalén del Crucificado y del Resucitado, dejando de creer en el poder y en la presencia viva del Señor. El problema del mal, del dolor y del sufrimiento, el problema de la injusticia y del atropello, el miedo a los demás, a los extraños y a los que desde lejos llegan hasta nuestras tierras y parecen atentar contra aquello que somos, llevan a los cristianos de hoy a decir con tristeza: nosotros esperábamos que el Señor nos liberara del mal, del dolor, del sufrimiento, del miedo, de la injusticia. Esto nos invita a pensar y reflexionar en muchas de las situaciones en que vivimos aquellos que nos decimos ser discípulos de Jesús. Ante las circunstancias de la vida, nos sentimos defraudados, decepcionados por Aquel que nos prometió algo diferente; olvidamos que Jesús en repetidas acciones, en el camino del discipulado, nos anunció su pasión y como ésta era necesaria para poder así llegar a la gloria.

Curiosamente, lo sorprendente viene cuando de pronto, alguien les salió al encuentro, les interrogó sobre lo sucedido y sin violentarles, los interpeló: “¡Qué insensatos y qué duros de corazón para creer todo lo anunciado por los profetas! ¿Acaso no era necesario que el Mesías padeciera todo eso y así entrara en su gloria? Y comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas les explicó todos los pasajes de la Escritura que se referían a él” (vv. 25-27).

Alguna vez nos sucede, al salir de Misa o participar en alguno de los santos misterios, donde hemos vivido la pasión del Señor, vamos de regreso a nuestra casa,  hundidos en  la tristeza, el dolor, la angustia, la decepción, y sin darnos cuenta Jesús sale a nuestro encuentro.

Hoy el Señor nos enseña que ante estas circunstancias inevitables de la vida, las Escrituras nos ayudarán a entender lo que pasa y por qué pasa.  Cada uno de nosotros, como ocurrió a los dos discípulos de Emaús, necesitamos aprender la enseñanza de Jesús: ante todo escuchando y amando la Palabra de Dios, leída a la luz del misterio pascual, para que inflame nuestro corazón e ilumine nuestra mente, y nos ayude a interpretar los acontecimientos de la vida y a darles un sentido. Es necesario que los discípulos del Señor aprendamos a iluminar la realidad, el dolor, la desesperanza, las frustraciones, la palabra de Dios. Es necesario dar razón de la esperanza cristiana al hombre moderno, a menudo agobiado por grandes e inquietantes problemáticas que ponen en crisis los cimientos mismos de su ser y de su actuar. Soló la palabra de Dios hará que nuestros corazones ardan. Sólo la palabra de Dios, nos podrá ayudar a entender las circunstancias adversas y difíciles de la vida. No se puede quitar la cruz del camino del discipulado, pero si podemos a partir de la palabra de Dios, entender lo que ésta significa.

Es preciso que como aquellos discípulos le pidamos a Jesús que se quede con  nosotros. Que se siente a nuestra mesa y nos sorprenda con la Santa Eucaristía, para que su presencia humilde en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre nos restituya la mirada de la fe, para mirarlo todo y a todos con los ojos de Dios, y a la luz de su amor. Permanecer con Jesús, que ha permanecido con nosotros, asimilar su estilo de vida entregada, escoger con él la lógica de la comunión entre nosotros, de la solidaridad y del compartir. La Eucaristía es la máxima expresión del don que Jesús hace de sí mismo y es una invitación constante a vivir nuestra existencia en la lógica eucarística, como un don a Dios y a los demás.

El Evangelio refiere también que los dos discípulos, tras reconocer a Jesús al partir el pan, “levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén” (Lc 24, 33). Sienten la necesidad de regresar a Jerusalén y contar la extraordinaria experiencia vivida: el encuentro con el Señor resucitado. Hace falta realizar un gran esfuerzo para que cada cristiano, aquí en la diócesis como en todas las demás partes del mundo, se transforme en testigo, dispuesto a anunciar con vigor y con alegría el acontecimiento de la muerte y de la resurrección de Cristo. Conozco el empeño que, muchos en sus parroquias, movimientos y comunidades, ponen para tratar de comprender las razones del corazón del hombre moderno y cómo, refiriéndose a las tradiciones cristianas, se preocupan por trazar las líneas programáticas de la nueva evangelización, mirando con atención a los numerosos desafíos del tiempo presente y repensando el futuro de la evangelización.