Las siete obras de misericordia

Debo decir que según el catecismo aprendido, es la medida de tu edad, y a mí me tocó aprender de memoria, a los 7 años, el catecismo del padre Jerónimo de Ripalda. En burda banqueta, por mesa pupitre, y con una experta cate­quista —de muchos años de experiencia—, Lupita nos enseñaba las verdades de la Fe con la forma pedagógica de la época: cantando.

Y así aprendí los mandamientos de la Ley de Dios, los de la santa Madre Iglesia, los 14 artículos de la Fe, los Pecados Capitales, las siete Virtudes, las Potencias del Alma y mucho más… A ritmo lento de canto se quedaba la enseñanza, y hasta la fecha, básteme recordar la tonada para traer a mi mente las palabras.

Sin duda, de todo lo aprendido, las siete obras de Misericordia me gus­taban más. Me parecen tan cercanas y tan importantes de recordar: “Dar de co­mer al hambriento; dar de beber al sediento; vestir al desnudo; dar posada al peregrino; visitar a los enfermos; visitar a los presos; enterrar a los muertos”.

Todas ellas verdaderas enseñanzas de Jesús el Salvador en nosotros, cada una de ellas verdadera caricia de auténtico amor cristiano, al otro. Sin embargo, yo agregaría una que pudiera estar incluida en aquello de “consolar al triste”, pero que en nuestra época tendría que ser literal: “acompañar al solitario”.

Y es que el mundo que nos toca vivir hoy, es un mundo tan lleno de medios de comunicación, pero tan carente de cercanía real. Hoy, el hombre tiene una grave enfermedad: La Soledad Sola. El que la sufre padece al mismo tiempo sed y hambre de amor, está desnudo de calor humano, va peregrino por cami­nos de profunda tristeza, está enfermo de males de desolación, vive preso en cárceles de sufrimiento, y ha muerto a la alegría y a la esperanza.

De esa manera, el que da su compañía a alguien que está solo, cumple al mismo tiempo todas las obras de Misericordia. Recibirá por eso un premio único y espléndido, pues quien acompaña a un hombre o mujer sola, aleja de sí mismo, el mal de la soledad.

Tengo que confesarles que cuando me preguntan: –Padre, usted tan solo ¿no le da miedo tanta soledad? Llevo a mis adentros la respuesta de mi infancia catequética: Nunca está solo el que se sabe Amado, y yo soy uno de esos que sabe que el Amor, nunca le ha dejado espacio a la sola soledad del hombre solo.

Pbro. José Rodrigo López Cepeda
Publicado en el periódico «Diócesis de Querétaro» del 28 de septiembre de 2014.