¡Las columnas que nos pierden!

Hojeando uno de los libros de mi biblioteca encontré un ejemplar anti­­guo de los Padres del desierto, hombres que queriendo alejarse de todo y de todos, vivieron una vida en la búsqueda del Dios escondido en el silencio, y en la soledad de los páramos desiertos; entre muchos de esos anacoretas, uno en particular siempre me ha llamado la atención.

Simeón el Estilita fue un anacoreta diferente, pues a la edad de 32 años se subió a lo alto de una columna (stylos en griego), de la cual no volvería a bajar durante los 37 años siguientes hasta acabar sus días. En lo alto de la columna pudo encontrar la tranquilidad que no encontró cuando años antes se había ido a vivir a una cueva en el desierto, a la que se hizo encadenar. Sin embargo, allí la visita constante de peregrinos no le dejó dedicarse a su vida de oración y sacrificio, fue en este momento cuando ideó este nuevo modo de vivir totalmente nuevo y diferente, que crearía escuela y que hizo de él una figura admirada por esa sorprendente forma de buscar a Dios.

Muy joven, comprendió Simeón, que los hombres podían perder su alma por hacer muchas cosas, así pensó que la mejor manera de salvarse era no hacer ninguna. Levantó pues su alta columna en medio del desierto y en ella pasó los últimos 37 años de su vida anacoreta. En su alta columna, supuso que no cometería pecado alguno, si no por virtud, sí por falta de espacio y de otros a su alrededor. Pero como a todo mortal le llegó la hora al místico solitario, ¡Y cuál sería su sorpresa! que mucho tardó en llegar ante el Supremo Juez que le envió a purgar y purificar su alma, él que tan cerca, en su alta columna estaba de Dios.

—¿Por qué, Señor? —pregunto atónito—. Si nunca hice nada en alta columna, alejado estaba de los hombres y de sus vicios.

—Por eso te perdiste —le respondió el Señor—. En un mundo como el de los hombres, con tantas cosas malas por cambiar, el pecado más grande de un hombre llamado santo es, no hacer nada.

El que lleva en su cora­zón a Jesucristo hoy no puede levantar una alta torre y encerrarse en ella para no ser tocado por los otros, y para no tocar a los demás; pues aun los con­sagrados en la vida con­tem­plativa hacen su vida jun­tos, y juntos construyen un puente de gracia para la salvación de todos.

Sin embargo, es constante tentación levantar nuevas columnas de individualidad, en donde cómodamente vemos desde lo alto pasar la vida de los otros, sin nunca involucrarnos en ello; “no es esta virtud cristiana que nos acerque a Dios”, pues solo en los otros y en todas las cosas que nos rodean —de su grandiosa creación—, podemos amar­le, contemplarle y servirle.

Sin duda, el anacoreta Simeón en la misericordia de Dios encontró lo que buscaba. Su peculiar columna, pudiera ser válida en su tiempo mas no en el nuestro, que tan dolido está por los altos muros que levantamos los unos para con los otros.

Si construyendo estabas tú columna, o si ya vives en ella, es tiempo de echarla abajo y con sus piedras hacer una casa en donde quepan los demás, solo así podrás ser, ante los otros, Testigo del Amor que se da sin pedir nada a cambio.

Pbro. José Rodrigo López Cepeda
Publicado en el periódico «Diócesis de Querétaro» del 5 de octubre de 2014.