HOMILÍA EN LA MISA CRISMAL

Santa Iglesia Catedral, ciudad episcopal de Santiago de Querétaro, Qro., a 12 de abril de 2017.

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Estimado(s) señor(es) obispo(s) emérito(s),
queridos sacerdotes y diáconos,
apreciados miembros de la vida consagrada,
queridos laicos, representantes de las 115 parroquias en el territorio diocesano,
hermanos y hermanas todos en el Señor:

  1. La palabra de Dios que acabamos de escuchar en esta mañana, nos hace volver la mirada a una de las expresiones litúrgicas más bellas y ricas, que manifiestan la naturaleza de la Iglesia, su identidad y misión. “Jesucristo, ha hecho de nosotros un Reino de sacerdotes para Dios, su Padre, cuando en el Bautismo nos ha ungido con el óleo fecundo de la alegría (cf. Ap 1, 5b), con la intención de perpetuar y hacer presente de manera sacramental, la salvación aquí y ahora. Así, cada uno de nosotros, siendo conscientes de la  propia dignidad de hijos adoptivos, estamos llamados a vivir en el mundo como ungidos del Espíritu, “exhalando la fragancia de una vida agradable a Dios” (cf. Consagración del Crisma, MR, 272) respondiendo de manera generosa a la vocación con la cual el Padre nos ha distinguido. De este modo se entiende entonces, que lo más importante y digno de reconocer en la vida de un cristiano, no es la vocación que Dios le concede a cada uno, sino la identidad bautismal que fundamenta y da sentido a todo el quehacer del obispo, de los sacerdotes y diáconos, de los consagrados y laicos.
  1. Consagrar el Santo Crisma, bendecir el Óleo de los Enfermos y el Óleo de los Catecúmenos, es un gesto que garantiza la fecunda maternidad de la Iglesia, que está pronta para engendrar nuevos hijos en la fe, hacerlos madurar, acompañarlos en las enfermedades y dificultades de la vida, de manera que conociendo a Dios, lo amen y se perfeccionen día a día por Cristo mediador en la unión con él y entre sí, para que, finalmente, Dios sea todo en todos (cf. SC, 48). En este sentido, esta celebración es al mismo tiempo un examen de conciencia para todos nosotros —pastores y laicos—, pues sin duda que nos interpela para cuestionarnos en la manera en la cual cada uno estamos viviendo nuestra identidad y en la manera en la cual cada quien estamos dando una respuesta a nuestra vocación.
  1. En el evangelio, san Lucas (4, 16-21) nos ofrece a Jesús como el único modelo y punto de referencia en el cual todos nosotros, estamos invitados a discernir la respuesta desafiante a estas interrogantes. De manera que sea su persona, su mensaje y su acción lo que nos dé los parámetros para continuar adelante en nuestra vida como ungidos del espíritu y dar un giro que garantice el querer de Dios en cada uno de nosotros y en bien de su misma Iglesia.
  1. En primer lugar, es curioso como en el evangelio san Lucas refiere un dato que me parece es clave en la identidad de cada persona: “Jesús fue a Nazaret, donde se había criado” (v. 16). Esto significa que Jesús era un hombre, con una historia, con unas costumbres, con una familia; contaba con un pasado histórico al que no podía renunciar. “Jesús tenía la costumbre de ir los sábados a la sinagoga” (cf. v. 16). Cuantos de nosotros de niños vivimos así. Acudíamos al catecismo, al rosario, al grupo de monaguillos, a los diferentes momentos de oración y reunión en la capilla o templo. En la vida cristiana es importante no perder de vista esto. Seamos lo que seamos, tengamos el cargo que tengamos. Nuestra historia, nuestros orígenes, nuestras costumbres son fundamentales. Muchos de nosotros provenimos de familias cristianas, sin embargo, que no están exentas de afrontar las diversas problemáticas sociales, culturales y religiosas propias del tiempo; en muchos de nosotros hay situaciones familiares muy difíciles a las que no podremos renunciar jamás.  Claro está que esto no nos tiene que condicionar y que sin duda cada uno somos libres de asumir muchas de esas situaciones. El encuentro con el origen nos debe hacer caer en la cuenta que la familia es algo fundamental en la vocación que cada uno desempeña. Sin embargo, cuando perdemos de vista el pasado, el origen, corremos el riego de perder de vista el presente y más aún el futuro. Y es entonces cuando el “carácter”, los “sentimientos”, “las afecciones”, las “propias heridas” serán obstáculo y tropiezo para poder desempeñar con alegría, con firmeza y con seguridad la misión que Dios nos ha dado. Ojalá que nunca nos olvidemos de dónde venimos. Y que con frecuencia recurramos al lugar físico o espiritual donde nos hemos criado. El obispo, el sacerdote, el consagrado, el laico, nunca dejará detrás su historia, su pasado, su origen. Estas realidades son esenciales para poder entender y desarrollar la misión que Dios nos encomienda a cada uno. Si perdemos de vista de dónde venimos, cuáles son nuestros orígenes, quiénes son nuestros padres, sin duda que nuestra vida cristiana, nuestro ministerio, perderán el piso. De cara a nuestra historia y a nuestro origen, será importante revisar nuestras actitudes, nuestras frustraciones y con actitud humilde decirle al Señor: “Señor, que ame como tú; que piense como tú; que actúe y responda como tú”.
  1. Un segundo aspecto que es clave entender lo encontramos cuando Jesús leyendo al profeta Isaías dice: “El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha ungido” (v. 18a) Cristo es el ungido de Dios. Haciendo suyas las prerrogativas de los profetas que habían señalado a David como el ungido de Dios. El término «ungido» traduce el término hebreo «Mesías». De hecho, no es casualidad que todo bautizado adquiera el carácter de hijo a partir del nombre cristiano, signo inconfundible de que el Espíritu Santo hace nacer “de nuevo” al hombre del seno de la Iglesia. El beato Antonio Rosmini afirma que “el bautizado sufre una operación secreta pero potentísima, por la cual es elevado al orden sobrenatural, es puesto en comunicación con Dios” (cf. Antonio Rosmini, Del principio supremo della metodica…, Turín 1857, n. 331). Todo esto se ha verificado de nuevo cuando un día cada uno fuimos bautizados. Les recomiendo tener muy presente esa fecha, pues es la fecha más importante en la historia personal. Deseo alentarles a todos ustedes a redescubrir la belleza de ser bautizados y pertenecer así a la gran familia de Dios, y a dar testimonio gozoso de la propia fe, a fin de que esta fe produzca frutos de bien y de concordia. El obispo, los sacerdotes, los diáconos, los consagrados, antes de ser lo que somos, fuimos bautizados. Y esto es lo más importante en nuestra vida.  Por ello, de cara a esta gran novedad, es preciso que el día de hoy, cada uno hagamos nuestro examen de conciencia. Buscando no otra cosa, sino renovar  el don más grande que Dios nos ha dado “Ser ungido del Espíritu”, para cantar eternamente las misericordias del Señor con el ejemplo de la vida, exhalando la fragancia de una vida agradable a Dios. El próximo sábado renovaremos solemnemente nuestras promesas bautismales. Ojalá que lo hagamos a partir de esta toma de conciencia.
  1. Un tercer punto de referencia para realizar nuestro examen de conciencia, versa entorno a la razón por la cual Dios ungió a Jesús: “Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (vv. 18-19). Esto supone en Jesús la disposición que tenía para escuchar, pues solamente sabiendo escuchar se conoce la intención con la cual el Señor nos llama. Este Evangelio nos invita a interrogarnos sobre nuestra capacidad de escucha. Antes de poder hablar de Dios y con Dios, es necesario escucharle, y la liturgia de la Iglesia es la «escuela» de esta escucha del Señor que nos habla. Escuchar a Dios es escuchar la pueblo.  En tiempos del profeta Isaías y en tiempos de Jesús, las necesidades eran estas, y ellos fueron capaces de entender y escucharlas. ¿Soy capaz de escuchar y discernir las necesidades que hacen sufrir al pueblo de Dios? ¿Hoy cuáles son las necesidades que sufre nuestra gente? ¿cuáles son las nuevas pobrezas que le aquejan a la gente? ¿Cuáles son las nuevas cegueras y las nuevas opresiones?  ¿De qué cosa hace falta liberarles?
  1. Finalmente, nos dice que Jesús comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír» (v. 21). Jesús, hizo una homilía. Interpretó con su vida el misterio celebrado. En este sentido los sacerdotes estamos llamados a actualizar el misterio. Cada momento puede convertirse en un «hoy» propicio para nuestra conversión. Cada predicación, cada celebración, cada bendición, cada acción pastoral deberá ser una oportunidad para que los fieles puedan vivir en su “hoy” la salvación. ¿Qué tanto somos conscientes de esto? Cuando celebro los misterios ¿realmente me doy cuenta que mi palabra, que mis gestos, que mis acciones actualizan el misterio? ¿O más bien repito, como un actor de teatro lo que Jesús dijo e hizo?
  1. Queridos hermanos sacerdotes, en unos momentos más, ustedes serán invitados a renovar su compromiso y las promesas que adquirieron el día en el cual fueron distinguidos con la gracia sacerdotal. Les animo para que tras un breve momento de silencio, se dispongan a decir “Sí”. Conscientes que decir: “Sí” es decirle a Dios que actúe. Decir: “Sí”, es estar dispuesto a cambiar aquello que impide volver a los orígenes y me impide poner los pies sobre la tierra. Decir: “Sí”, es vivir la comunión bautismal como una oportunidad de ser hijo. Decir: “Sí”, es saber escuchar al otro y no imponer mis criterios, esquemas, intereses. Decir: “Sí”, es evitar caer en el engaño de la crítica destructiva y del chismorreo que acusa, esclaviza, ciega, oprime, divide. Decir: “Sí”, significa que estoy dispuesto para que resplandezca la palabra de Dios y no la mía en la acción sagrada. Decir: “Sí” significa que amo mi vocación y me esforzaré en vivir como tal. De antemano les agradezco porque estoy seguro que la gran mayoría, da su “Sí” a diario, entregando su vida de manera infatigable, silenciosa, tenaz en el campo de la vida pastoral. Gracias, queridos sacerdotes, por decir: “Sí”, por su amor y por su entrega.
  1. Queridos hermanos laicos, a ustedes el Obispo en breve, les pedirá que oren por nosotros para que el Señor, siga derramando su gracia y sus dones celestiales y sepan conducirles hacia las fuentes de la única salvación que es Cristo. Les animo para que recen siempre por nosotros. Tengan la seguridad que nunca una oración por un sacerdote será en vano. Sin duda, que el ministerio sacerdotal sin ustedes no sería lo mismo, más aún, no tendría razón de ser. Ustedes complementan nuestra vida, nuestro ser y nuestra misión.
  1. Que a todos nosotros la Santísima Virgen María, Nuestra Señora de los Dolores, Madre y Modelo de la Iglesia y de los sacerdotes, nos proteja y acompañe siempre. Amén.

 

+ Faustino Armendáriz Jiménez

Obispo de Querétaro