HOMILÍA EN LA CONMEMORACIÓN DE LOS FIELES DIFUNTOS.

Iglesia Catedral, ciudad episcopal de Santiago de Querétaro,  Qro., a 02 de noviembre de 2017.

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Estimados hermanos y hermanas todos en el  Señor:

  1. El día de ayer celebrábamos la Solemnidad de todos los santos, una celebración en la cual la Iglesia contemplaba su destino final. Pues como nos enseña el santo concilio Vaticano II “Todos los cristianos, de cualquier estado o condición, están llamados cada uno por su propio camino, a la perfección de la santidad, cuyo modelo es el mismo Padre” (LG 11). De tal forma que como dice la Chistifideles laici “la santidad de la Iglesia es el secreto manantial y la medida infalible de su laboriosidad apostólica y de su ímpetu misionero” (17, 3).
  1. Hoy, en la Conmemoración de los fieles difuntos, el misterio de la muerte nos congrega y nos mueve a pensar que esta es el destino final de la vida terrena, sin embargo, como cristianos no podemos quedarnos con esa concepción de la realidad. La resurrección de Cristo vino a iluminar y a darle un nuevo sentido. La muerte fue transformada por Cristo. Jesús, el Hijo de Dios, sufrió también la muerte, propia de la condición humana. Pero, a pesar de su angustia frente a ella (cf. Mc 14, 33-34; Hb 5, 7-8), la asumió en un acto de sometimiento total y libre a la voluntad del Padre. La obediencia de Jesús transformó la maldición de la muerte en bendición (cf. Rm 5, 19-21). Como nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: “Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. “Para mí, la vida es Cristo y morir una ganancia” (Flp 1, 21). “Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con él, también viviremos con él” (2 Tm 2, 11). La novedad esencial de la muerte cristiana está ahí: por el Bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente “muerto con Cristo”, para vivir una vida nueva; y si morimos en la gracia de Cristo, la muerte física consuma este “morir con Cristo” y perfecciona así nuestra incorporación a Él en su acto redentor” (CEC, 1010).
  1. La visión cristiana de la muerte (cf. 1 Ts 4, 13-14) se expresa de modo privilegiado en la liturgia de la Iglesia que hoy celebramos: «La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo (Prefacio de difuntos: la esperanza de la resurrección en Cristo, MR, p.548). Así los enseñaron los señores obispos que han regido esta comunidad diocesana y por los cuales hoy queremos pedir. A si lo predicaron los sacerdotes que con celo apostólico desgastaron su vida en las parroquias de esta diócesis, hoy recordamos al José Guadalupe Alderete Loza, al P. Víctor Cuin Herrera. Así lo creyeron las religiosas y religiosas de las diferentes órdenes y congregaciones  religiosas que a lo largo de este año  fallecieron. Recordamos de manera especial a: Rocío Mondragón, María de los ángeles Cisneros, María Consuelo Dávalos, María Fátima Hernández, Ricarda Del Perpetuo Socorro, Danielina Silva, (Misioneras Marianas)   Así lo vivieron numerosos laicos, quienes como el Dr. Faustino Llamas Ibarra, el Lic. Luis Cevallos Pérez,  se desgastaron sin reserva y con alegría en las realidades temporales de la vida. Queremos orar por todos, dejándonos iluminar la mente y el corazón por la Palabra de Dios que acabamos de escuchar.
  1. En la primera lectura tomada del libro de la Sabiduría (3, 1-9), el autor sagrado nos enseña que “los que son fieles a su amor, permanecerán a su lado porque Dios ama a sus elegidos y cuida de ellos”. Dicha verdad se complementa con el evangelio de san Juan (14, 1-6) el cual nos revela que en la casa del Padre hay muchas habitaciones; el mismo Jesús resucitado las ha preparado para los que le reconocen como el camino la verdad y al vida.  Esta es la gran promesa y la gran esperanza que el Señor promete a cuantos hayan creído en él.
  1. El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha. Vivir en el cielo es “estar con Cristo” (cf. Jn 14, 3; Flp 1, 23; 1 Ts 4,17). Los elegidos viven “en Él”, aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre (cf. Ap 2, 17). «Pues la vida es estar con Cristo; donde está Cristo, allí está la vida, allí está el reino» (San Ambrosio, Expositio evangelii secundum Lucam 10,121). Por su muerte y su Resurrección Jesucristo nos ha “abierto” el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, quien asocia a su glorificación celestial a aquellos que han creído en Él y que han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a Él. (cf. CEC, 1023-1026).
  1. En una sociedad secular como la que silenciosamente permea nuestra cultura y el pensamiento de las personas de nuestro tiempo, esta verdad revelada puede verse diluida y olvidada.  Hoy, es necesario que creamos que el cielo realmente es el destino final y nuestra morada definitiva. Creámoselo a Jesús. Creámosle que él nos tiene preparada una morada en el cielo.  El Papa Benedicto XVI nos enseñó diciendo: “Tenemos que pensar en esta línea si queremos entender el objetivo de la esperanza cristiana, qué es lo que esperamos de la fe, de nuestro ser con Cristo” (Spe Salvi, 12).  Por el contrario seremos pobres ilusos sin un horizonte destinados a la nada al sin sentido.
  1. Queridos hermanos, al celebrar este día la conmemoración de los fieles difuntos, renovemos nuestra fe en Cristo y pidámosle que reciba en el cielo a quienes a lo largo de este año han partido y duermen ya ahora el sueño de la paz, que a nosotros nos conceda anhelar el día glorioso en el que por su misericordia, nos presentemos cara a casa con él.
  1. Que la Virgen María, ruegue por nuestros difuntos y por nosotros en la hora de nuestra muerte. Amén.  Dales, Señor, el descanso eterno. Y luzca para ellos la luz perpetua. Descansen en paz. Así sea.

 

+ Faustino Armendáriz Jiménez

Obispo de  Querétaro