Homilía del Encuentro de Pueblos Originarios

Sábado 11 de agosto del 2018.

 

He aquí que la Virgen concebirá y dará a luz un hijo”.

 

Muy queridos hermanos y hermanas en el sacerdocio bautismal: Hermanos Obispos, sacerdotes, diáconos, consagradas, consagrados, seminaristas y laicos, todos muy queridos en Cristo nuestro Señor.

Nos hemos reunido para celebrar esta Eucaristía con tres intenciones principales: primero, celebrar el XXV aniversario del encuentro de San Juan Pablo II con el mundo indígena de América en este mismo Santuario de Izamal; segundo, dar gracias por la realización del Primer Congreso de Pastoral de Pueblos Originarios, que aquí y ahora estamos culminando; y tercero, inaugurar el trecenario de camino a la celebración de los primeros 500 años de las apariciones de Ntra. Sra. de Guadalupe en el Tepeyac, en el año 2031.

Hace 25 años, en 1993, aquí mismo, San Juan Pablo II quiso encontrarse con los pueblos indígenas de América para enviar el mensaje a todos de que quería reivindicar los valores y la sabiduría de estos pueblos originarios, y señalar las graves injusticias que en ese tiempo vivían. Un año antes, con la Cuarta Asamblea del Episcopado Latinoamericano y Caribeño, el Papa había venido a Santo Domingo para celebrar el quinto centenario de la llegada del Evangelio a nuestra tierra. Decía en aquel hermoso día San Juan Pablo II a los representantes de los pueblos originarios: “Vuestros valores ancestrales y vuestra visión de la vida, que reconoce la sacralidad del ser humano y del mundo, os llevaron, gracias al Evangelio, a abrir el corazón a Jesús, que es el ‘Camino, la Verdad y la Vida’ (Jn. 14, 6)”.

San Juan Pablo también hizo memoria en su mensaje de los grandes y ejemplares misioneros de la primera evangelización: Bartolomé de las Casas, Antonio de Montesinos, Vasco de Quiroga, José de Anchieta, Manuel de Nóbrega, Pedro de Córdoba, Bartolomé de Olmedo, Juan del Valle, y mencionó que había tantos otros más que defendieron a los indios de las graves injusticias que los conquistadores cometían contra ellos, cuya denuncia, “fue como un clamor que propició una legislación inspirada en el reconocimiento del valor sagrado de la persona y, a la vez, testimonio profético contra los abusos cometidos en la época de la colonización”.Estos mismos personajes traídos a la memoria nuestra  deben ser inspiradores para todos los obispos, sacerdotes, consagrados, consagradas y laicos, que continuamos  la obra evangelizadora en medio de los pueblos originarios, para que, movidos por el amor a Dios, amemos de verdad a los hermanos y hermanas nuestros, y nos esforcemos por apoyarlos en todas sus necesidades y contra todas las injusticias que hoy padecen.

Ahora, reunidos con  más de 500 hermanas y hermanos de distintos países de Centro y Sudamérica, y de diversos rincones de México, de quienes trabajan en la Pastoral de Pueblos Originarios, hemos reflexionado sobre la situaciones tan adversas en las que viven tantos pueblos originarios, por la pobreza, y por la invasión de industrias extractivas de madera, de metales, de petróleo, etcétera, que no sólo envenenan su tierra, sino que incluso son amenazados con expulsarlos de su tierra. También hemos reflexionado desde el mensaje Guadalupano, todo lo que encierra el mismo para la dignificación de los miembros de los pueblos originarios, analizando las palabras pronunciadas en lengua indígena, en lengua náhuatl, por Ntra. Sra. de Guadalupe y dirigidas al indígena San Juan Diego, y analizando algunas palabras del Nican Mopohua. Los miembros de esta pastoral han llegado a conclusiones muy favorables para dar seguimiento a lo que el espíritu inspiró en esta reunión.

Los Obispos mexicanos hemos elaborado un Proyecto Global, que ilumine y anime los planes de pastoral de cada una de las iglesias particulares de nuestra nación, en orden a caminar juntos hacia un doble horizonte en el tiempo: la celebración de los primeros 2000 de nuestra redención, en el año 2033; y antes celebrar los primeros 500 años del acontecimiento Guadalupano. Hoy, desde Izamal, y desde esta Pastoral de Pueblos Originarios, iniciamos solemnemente el camino de trece años que nos conduce al Tepeyac cinco siglos después. La luz de la redención y la luz del Tepeyac, nos guían en la búsqueda de ser una Iglesia en salida, pobre para los pobres, que quiere ir al encuentro de los alejados, y de todos los necesitados de la Palabra de vida para dar sentido a su existencia; y nos guía para salir con más decisión y amor al encuentro con nuestros pueblos originarios.

Lo que el profeta Isaías había anunciado cientos de años antes de Cristo, san Mateo reconoce y afirma que se cumplió en Santa María Virgen, cuando decía: “He aquí que la Virgen concebirá y dará a luz un Hijo”. María es esa virgen anunciada por Isaías, y Jesucristo es el Hijo concebido por la Virgen. Sin embargo, la profecía es permanente y se sigue cumpliendo en cada hijo de la Iglesia y cada hijo de María, desde san Juan, el apóstol y evangelista, junto a la cruz  hasta san Juan Diego en el Tepeyac, y hasta cada uno de nosotros en particular, en nuestra propia realidad, y cada hombre que va naciendo en la Iglesia, nace también como hijo de María. María, Madre de la Iglesia, es Madre de todos los hombres, aunque no todos crean en ella y la amen, como nosotros. Y María es Madre de cada pueblo, aún de los que no han alcanzado la fe en Cristo. Por eso, cuando ella le dice a san Juan Diego: “Yo soy la Madre del verdadero Dios por quien se vive”, antes le había llamado a él ‘el más pequeño de sus hijos’.

La profecía, pues, es permanente y dinámica, y es por eso que la devoción a la Guadalupana se fue extendiendo por todo el continente latinoamericano y del Caribe, y ya encuentra devotos en Estados Unidos, en Canadá y en muchos lugares del mundo. Como la profecía es permanente y dinámica, la maternidad de María es permanente y creciente en número de hijos y de pueblos, que la veneran y reconocen como la Madre del verdadero Dios por quien se vive. ¡Y la historia sigue adelante!

Yo quisiera resaltar el papel del Señor san José, como el hombre justo, que dice el Evangelio. Es un hombre contemplativo, es decir, de oración constante y profunda, que le permite hacer discernimientos justos, y así puede ir más allá de la ley y de las costumbres, sin contravenirlas. Porque en lugar de acusar a María y hacer que la ejecuten por adulterio, tal como lo mandaba la ley de Moisés, él va mas allá de la ley y decide repudiarla en secreto, asumiendo toda la responsabilidad y sus consecuencias, pues él tendría que abandonar el pueblo.

Y cuando en sueños recibe la revelación de que el Niño concebido en María es el Mesías esperado, y que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, él cree y recibe a María en su casa para darle protección a ella y al Niño, porque él era un hombre acostumbrado a creerle a Dios. Y tú y yo, ¿estamos de veras acostumbrados a creerle a Dios? ¿Y cómo hacemos nuestros discernimientos? Jesús dijo que no vino a abolir la ley sino, a darle plenitud. Y así llegó el Evangelio a nuestra tierra y a nuestros pueblos originarios, no para abolirlos, como parecía suceder con la conquista y los comportamientos de la mayoría de los conquistadores, sino para darles vida en plenitud.

Pidamos al Señor, por la intercesión de Santa María de Guadalupe, que nos dé un discernimiento al estilo de san José que nos haga tomar decisiones llenas de fe y de amor, buscando el bien de los demás, y no el propio. Este discernimiento también lo necesitamos para las acciones de la pastoral como miembros de la Iglesia, que nos lleve a tomar decisiones y acciones en comunión eclesial, y que deriven en bendiciones para los más necesitados de nuestro pueblo. Y ahora que vienen nuevas autoridades civiles, pidámosle también al Señor que les dé el mejor discernimiento, para que sus decisiones y acciones se traduzcan en justicia, paz y desarrollo, para todos, sin descuidar a los pueblos originarios.

¡Sea alabado Jesucristo!

+ Mons. Gustavo Rodríguez Vega

Arzobispo de Yucatán