Homilía en la Misa de inicio de la XXIX Semana Cultural del Seminario Conciliar

Templo de San Antonio de Padua, Santiago de Querétaro, a 23 de febrero de 2015

Año de la Pastoral de la Comunicación Social – Año  la Vida Consagrada

 

Estimados padres formadores,

queridos seminaristas,

hermanos y hermanas todos en el Señor:

 

1. Motivados por la alegría de agradecer a Dios 150 años de vida del Seminario Conciliar de Querétaro, nos hemos congregado en esta tarde para celebrar nuestra fe, en este lugar tan emblemático y significativo para la historia del Seminario, pues es aquí, en este bendito lugar, donde se funda y da inició la formación sacerdotal del clero secular en nuestra diócesis. Lo hacemos al finalizar la primera jornada de la XXIX Semana Cultural mediante la cual se pretende reflexionar en la identidad del Seminario, su historia, su rol en medio de la sociedad y sobre todo, se pretende mediante la reflexión, avizorar el horizonte de la formación, de cara a los desafíos culturales y sociales y poder así seguir ofreciendo sacerdotes bien formados que respondan a las exigencias del tiempo presente y futuro.

2. Personalmente, unido a esta comunidad diocesana, quiero agradecer a Dios la gracia de celebrar el X Aniversario de mi consagración episcopal, mediante la cual el Señor me ha bendecido a mí y por su gracia, a muchos hombres y mujeres, tanto en la Diócesis de Matamoros, como ahora aquí en esta Diócesis de Querétaro. Hoy reconozco que su gracia me ha sostenido y acompañado siempre. Por eso “Cantaré eternamente las misericordias del Señor. Anunciaré su fidelidad de edad en edad” (cf. Sal 88, 2). Hoy, en esta feliz ocasión, confirmo en mi vida y en mi proyecto personal, el lema que como obispo me ha conducido: “Omnibus omnia factus sum”, especialmente al servicio de la misión evangelizadora.  Gracias a todos ustedes por unirse conmigo a esta acción de gracias.

3. Hace apenas unos días que la liturgia nos adentraba en el itinerario cuaresmal, camino a la celebración anual de la Pascua y lo hacía con la conciencia que este tiempo “es un combate cristiano” que nos libera de las esclavitudes y los malos deseos. Buscando renovar en nosotros el deseo de la santidad. Una santidad que se consigue no en el mundo de las ideas o yuxtapuesta a la vida ordinaria, sino más bien una “santidad doméstica”, es decir, de casa, de la vida ordinaria, atenta a los preceptos de Dios pero especialmente atenta a los más débiles y a los afligidos. Una santidad que respeta la dignidad de la persona y promueve la salvaguardada de los derechos de los más débiles. Una santidad que ve a Cristo su modelo, especialmente en los hambrientos, sedientos, forasteros, desnudos, enfermos y encarcelados (cf. Mt 25, 35). Pero ¿Qué quiere decir ser santos? ¿Quién está llamado a ser santo? Este es precisamente el mensaje de la liturgia de la palabra que acabamos de escuchar.

4. El libro del levítico (19, 1-2. 11-18) delinea mediante el ‘código de santidad’, el deseo de Dios de que todo el pueblo sea santo, como él es santo. A menudo se piensa todavía que la santidad es una meta reservada a unos pocos elegidos. San Pablo, en cambio, habla del gran designio de Dios y afirma: «Él (Dios) nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor» (Ef 1, 4). La santidad, la plenitud de la vida cristiana no consiste en realizar empresas extraordinarias, sino en unirse a Cristo, en vivir sus misterios, en hacer nuestras sus actitudes, sus pensamientos, sus comportamientos. La santidad se mide por la estatura que Cristo alcanza en nosotros, por el grado como, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida según la suya. El concilio Vaticano II, en la constitución sobre la Iglesia, habla con claridad de la llamada universal a la santidad, afirmando que nadie está excluido de ella: “En los diversos géneros de vida y ocupación, todos cultivan la misma santidad. En efecto, todos, por la acción del Espíritu de Dios, siguen a Cristo pobre, humilde y con la cruz a cuestas para merecer tener parte en su gloria” (Lumen Gentium, n. 41). “Todos … estamos convocados a la santidad en la comunión y la misión” (DA, 163).

5. Pero permanece la pregunta: ¿cómo podemos recorrer el camino de la santidad, responder a esta llamada? ¿Puedo hacerlo con mis fuerzas? La respuesta es clara: una vida santa no es fruto principalmente de nuestro esfuerzo, de nuestras acciones, porque es Dios, el tres veces santo (cf. Is 6, 3), quien nos hace santos; es la acción del Espíritu Santo la que nos anima desde nuestro interior; es la vida misma de Cristo resucitado la que se nos comunica y la que nos transforma. “Los seguidores de Cristo hemos sido llamados por Dios y justificados en el Señor Jesús, no por nuestros propios méritos, sino por su designio de gracia. El bautismo y la fe nos ha hecho verdaderamente hijos de Dios, participes de la naturaleza divina y somos, por tanto, realmente santos. Por eso debemos, con la gracia de Dios, conservar y llevar a plenitud en su vida la santidad que recibimos” (cf. Lumen gentium, 40). La santidad tiene, por tanto, su raíz última en la gracia bautismal, en ser insertados en el Misterio pascual de Cristo, con el que se nos comunica su Espíritu, su vida de Resucitado. Pero Dios respeta siempre nuestra libertad y pide que aceptemos este don y vivamos las exigencias que conlleva; pide que nos dejemos transformar por la acción del Espíritu Santo, conformando nuestra voluntad a la voluntad de Dios.

6. ¿Cómo puede suceder que nuestro modo de pensar y nuestras acciones se conviertan en el pensar y el actuar con Cristo y de Cristo? ¿Cuál es el alma de la santidad? La santidad no es sino la caridad plenamente vivida. “Dios es amor y el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4, 16). Dios derramó su amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado (cf. Rm 5, 5). Por tanto, el don principal y más necesario es el amor con el que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo a causa de él. Ahora bien, para que el amor pueda crecer y dar fruto en el alma como una semilla buena, cada cristiano debe escuchar de buena gana la Palabra de Dios y cumplir su voluntad con la ayuda de su gracia, participar frecuentemente en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, y en la sagrada liturgia, y dedicarse constantemente a la oración, a la renuncia de sí mismo, a servir activamente a los hermanos y a la práctica de todas las virtudes. El amor, en efecto, como lazo de perfección y plenitud de la ley (cf. Col 3, 14; Rm 13, 10), dirige todos los medios de santificación, los informa y los lleva a su fin” (cf. Lumen Gentium, 42).

7. Queridos padres formadores y jóvenes seminaristas, quizás este lenguaje del concilio Vaticano II nos resulte un poco solemne; quizás debemos decir las cosas de un modo aún más sencillo. ¿Qué es lo esencial? La clave nos la da el evangelio según san Mateo (25, 31-46) que acabamos de escuchar.  Se trata sencillamente de amor con hechos, de honrar a los hombres en los encuentros de cada día; ahí es donde se juega nuestro destino eterno según la medida del amor. Esta es la razón por la cual san Agustín, comentando el capítulo cuarto de la primera carta de san Juan, puede hacer una afirmación atrevida: «Dilige et fac quod vis», «Ama y haz lo que quieras». Y continúa: «Si callas, calla por amor; si hablas, habla por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor; que esté en ti la raíz del amor, porque de esta raíz no puede salir nada que no sea el bien» (7, 8: PL 35). Quien se deja guiar por el amor, quien vive plenamente la caridad, es guiado por Dios, porque Dios es amor. Así, tienen gran valor estas palabras: «Dilige et fac quod vis», «Ama y haz lo que quieras».

8. Queridos padres formadores y jóvenes seminaristas, la esencia y naturaleza del seminario necesariamente debe estar orientada a formar sacerdotes santos, capaces de  asumir la santidad querida por Dios: una santidad de la vida cotidiana. Una santidad que nos haga capaces de amar sin medida y sin reserva. Una santidad que vele por el bien de los más pobres y necesitados. Una formación que nos impida instalarnos en nuestras ideas y no nos permita ir más allá de nuestros propios intereses.  No tengamos miedo de tender hacia lo alto, hacia las alturas de Dios; no tengamos miedo de que Dios nos pida demasiado; dejémonos guiar en todas las acciones cotidianas por su Palabra, aunque nos sintamos pobres, inadecuados, pecadores: será él quien nos transforme según su amor.

9. Es providencial escuchar este mensaje de la Palabra de Dios en esta feliz ocasión,  pues sin duda que  en la coyuntura histórica que nos ha tocado vivir, tener la santidad como la meta clara de nuestra vida, es algo realmente hermoso; este deberá ser el rumbo de todos nuestros esfuerzos y planes formativos, por el contrario permaneceremos ajenos al designio de Dios y de su Hijo, y no estaremos en sintonía con el proyecto de Dios. La formación sacerdotal que no tenga como fundamento la ‘santidad doméstica’ según el evangelio, será una formación desfasada de la lógica y del pensamiento de Dios.

10. Pidámosle a Dios que nos haga santos; que nos forme para ser sacerdotes santos, amantes de los más débiles, de los que sufren y de los que piden y necesitan, que demos de  comer el alimento que dé la vida; de beber el agua que sacie la sed del corazón; que vistamos y devolvamos la dignidad a quienes han sido despojados de su libertad y de su dignidad; que liberemos a los oprimidos de las esclavitudes físicas y espirituales.

11. Que santa María de Guadalupe, Patrona de nuestro Seminario, interceda por nosotros para que seamos siempre  sacerdotes santos. Amén.

 

† Faustino Armendáriz Jiménez

Obispo de Querétaro