Homilía en la Celebración de la Pasión del Señor

Santa Iglesia catedral, Ciudad Episcopal de Santiago de Querétaro, Qro., Viernes Santo 3 de abril de 2015

Año de la Pastoral de la Comunicación – Año de la Vida Consagrada

 

 

Queridos hermanos y hermanas: 

1. La dramática celebración que la liturgia de ese día santísimo nos permite vivir, nos introduce en el misterio más grande de nuestra fe: “Cristo se humilló por nosotros y por obediencia aceptó incluso la muerte y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todas las cosas y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre” (Aclamación antes del Evangelio). Dios, tras la caída de nuestros primeros padres ha deseado redimirnos de nuestras esclavitudes y de la muerte eterna, enviando a Hijo único para salvarnos en el patíbulo de la cruz.

2. Nuestros ojos vuelven a contemplar los sufrimientos y la angustia que nuestro Redentor tuvo que soportar en la hora del gran dolor, que marcó la cumbre de su misión terrena. Jesús muere en la cruz y yace en el sepulcro. ¿Es posible permanecer indiferentes ante la muerte de un Dios? Por nosotros, por nuestra salvación se hizo hombre y murió en la cruz.

3. Hermanos y hermanas, dirijamos hoy a Cristo nuestra mirada, con frecuencia distraída por intereses terrenos superficiales y efímeros. Detengámonos esta noche contemplando su ‘rostro desfigurado’: es el rostro del Varón de dolores, que ha cargado sobre sí todas nuestras angustias mortales. Su rostro se refleja en el de cada persona humillada y ofendida, enferma o que sufre, sola, abandonada y despreciada. Al derramar su sangre, Él nos ha rescatado de la esclavitud de la muerte, roto la soledad de nuestras lágrimas, y entrado en todas nuestras penas y en todas nuestras inquietudes. Detengámonos a contemplar su ‘cruz’: manantial de vida inmortal; es escuela de justicia y de paz; es patrimonio universal de perdón y de misericordia; es prueba permanente de un amor oblativo e infinito que llevó a Dios a hacerse hombre, vulnerable como nosotros, hasta morir crucificado. Detengámonos a contemplar sus brazos clavados que se abren para cada ser humano y que nos invitan a acercarnos a él con la seguridad de que nos va a acoger y estrechar en un abrazo de infinita ternura: “Cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32).

4. A través del camino doloroso de la cruz, los hombres de todas las épocas, reconciliados y redimidos por la sangre de Cristo, han llegado a ser ‘amigos de Dios’, hijos del Padre celestial. «Amigo», así llama Jesús a Judas y le dirige el último y dramático llamamiento a la conversión. «Amigo» nos llama a cada uno de nosotros, porque es verdadero amigo de todos. Por desgracia, los hombres no siempre logramos percibir la profundidad de este amor infinito que Dios tiene a sus criaturas. Para él no hay diferencia de raza y cultura. Jesucristo murió para librar a toda la humanidad de la ignorancia de Dios, del círculo de odio y venganza, de la esclavitud del pecado. La cruz nos hace hermanos.

5. Pero preguntémonos: ¿qué hemos hecho con este don?, ¿qué hemos hecho con la revelación del rostro de Dios en Cristo, con la revelación del amor de Dios que vence al odio? También en nuestra época, muchos no conocen a Dios y no pueden encontrarlo en Cristo crucificado. Muchos buscan un amor y una libertad que excluya a Dios. Muchos creen que no tienen necesidad de Dios. Para muchos la cruz no les dice nada, más aún son indiferentes a ella. Para muchos la cruz es una carga difícil de asumir y por ende la excluyen de su proyecto de vida. Para muchos la cruz es necedad, escándalo, frustración. El Papa Francisco en su twitter de hoy nos ha dicho: “La Cruz de Cristo no es una derrota: la Cruz es amor y misericordia”.

6. La pasión dolorosa del Señor Jesús suscita necesariamente piedad hasta en los corazones más duros, ya que es el culmen de la revelación del amor de Dios por cada uno de nosotros. Observa san Juan: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna» (Jn 3,16). Cristo murió en la cruz por amor. A lo largo de los milenios, muchedumbres de hombres y mujeres han quedado seducidos por este misterio y le han seguido, haciendo al mismo tiempo de su vida un don a los hermanos, como Él y gracias a su ayuda. Son los santos y los mártires, muchos de los cuales nos son desconocidos. También en nuestro tiempo, cuántas personas, en el silencio de su existencia cotidiana, unen sus padecimientos a los del Crucificado y se convierten en apóstoles de una auténtica renovación espiritual y social. ¿Qué sería del hombre sin Cristo? San Agustín señala: «Una inacabable miseria se hubiera apoderado de ti, si no se hubiera llevado a cabo esta misericordia. Nunca hubieras vuelto a la vida, si Él no hubiera venido al encuentro de tu muerte. Te hubieras derrumbado, si Él no te hubiera ayudado. Hubieras perecido, si Él no hubiera venido» (Sermón, 185,1). Entonces, ¿por qué no acogerlo en nuestra vida?

7.  Queridos hermanos, dejemos que en esta noche nos interpele el sacrificio de Cristo en la cruz. Permitámosle que ponga en crisis nuestras certezas humanas. Abrámosle el corazón. Jesús es la verdad que nos hace libres para amar. ¡No tengamos miedo! Al morir, el Señor salvó a los pecadores, es decir, a todos nosotros. El apóstol san Pedro escribe: «Sobre el madero llevó nuestros pecados en su cuerpo a fin de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia; por sus llagas habéis sido curados» (1 P 2, 24). Esta es la verdad del Viernes santo: en la cruz el Redentor nos devolvió la dignidad que nos pertenece, nos hizo hijos adoptivos de Dios, que nos creó a su imagen y semejanza. Permanezcamos, por tanto, en adoración ante la cruz.

8. Asumamos el silencio y la contemplación como dos actitudes que nos permitan conocer y entender cuánto nos ama Dios. Creo que el silencio y la contemplación nos permitirán en el camino de nuestra vida, entender la voluntad de Dios y saber por los caminos que hemos de caminar para ser felices. Vivamos el silencio y la contemplación como dos actitudes mediante las cuales seamos capaces de conocernos más a nosotros mismos; conocer y entender  a todos aquellos que nos rodean y que quizá no se han encontrado con el amor de Dios.

9.  Cristo, Rey crucificado, danos el verdadero conocimiento de ti, la alegría que anhelamos, el amor que llene nuestro corazón sediento de infinito. Esta es nuestra oración en esta noche, Jesús, Hijo de Dios, muerto por nosotros en la cruz y resucitado al tercer día. Amén.

 

† Faustino Armendáriz Jiménez

Obispo de Querétaro