Discurso inaugural de la XXIX Semana Cultural del Seminario Conciliar

Aula magna del Seminario Conciliar de Querétaro, Santiago de Querétaro, Qro.,  23 de febrero de 2015

Año de la Pastoral de la Comunicación Social – Año de la Vida Consagrada

 

Buenos días.

Estimados padres formadores,

distinguidos maestros,

queridos alumnos,

invitados todos:

 

Es motivo de alegría estar hoy aquí con ustedes para inaugurar la XXIX Semana Cultural del Seminario Conciliar de Querétaro, titulada “Seminario Conciliar de Nuestra Señora de Guadalupe Impacto Religioso y Cultural”, que se celebra estando próximas las fiestas por el 150 aniversario de la fundación de la Institución más importante en la vida de nuestra comunidad diocesana.

Me alegra sobremanera que en el programa formativo existan este tipo de iniciativas que ayuden a los futuros sacerdotes a tomar conciencia de la responsabilidad y el papel que los pastores desempeñan en el campo de la cultura, especialmente cuando “Las circunstancia de vida del hombre moderno en el aspecto social y cultural han cambiado profundamente, tanto que se puede hablar con razón de una nueva época de la historia humana” (Gaudium et Spes, 54).

Como pastores del rebaño del Señor, los sacerdotes debemos ser los primeros en estar convencidos que la cultura es “todo aquello con lo que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y corporales; procura someter el mismo orbe terrestre con su conocimiento y trabajo; hace más humana la vida social, tanto en la familia como en toda la sociedad civil, mediante el progreso de las costumbres e instituciones; finalmente, a través del tiempo expresa, comunica y conserva en sus obras grandes experiencias espirituales y aspiraciones para que sirvan de provecho a muchos, e incluso a todo el género humano” (Gaudium et Spes, 53). Esto permitirá que como hombres de cultura seamos capaces de  sembrar la semilla del evangelio con respeto y con astucia evangélica, y los hombres y mujeres de ahora y de mañana, puedan encontrarse con Cristo  y darle a su vida sentido y plenitud.

La recepción del mensaje de Cristo suscita así una cultura, cuyos dos constitutivos fundamentales son, a título radicalmente nuevo, la persona y el amor. El amor redentor de Cristo descubre, más allá de los límites naturales de las personas, su valor profundo, que se dilata bajo el régimen de la gracia, don de Dios. Cristo es la fuente de esta civilización del amor, anhelada con nostalgia, especialmente ahora cuando somos testigos de tantas situaciones criminales en las cuales bajo el pretexto de la fe y de la libertad humana, se menoscaba la integridad del hombre, de su cultura y de su historia. El vínculo fundamental del Evangelio, es decir, de Cristo y de la Iglesia, con el hombre en su humanidad es creador de cultura en su fundamento mismo. Viviendo el Evangelio, —como lo atestiguan dos mil años de historia— la Iglesia esclarece el sentido y el valor de la vida, amplía los horizontes de la razón y afianza los fundamentos de la moral humana. La fe cristiana auténticamente vivida revela en toda su profundidad la dignidad de la persona y la sublimidad de su vocación (cf. Redemptor hominis, n. 10). Desde sus orígenes, el cristianismo se distingue por la inteligencia de la fe y la audacia de la razón.

No hay cultura si no es del hombre, por el hombre y para el hombre. Ésta abarca toda la actividad del hombre, su inteligencia y su afectividad, su búsqueda de sentido, sus costumbres y sus recursos éticos. La cultura es de tal modo connatural al hombre, que la naturaleza de éste no alcanza su expresión plena sino mediante la cultura. La puesta en juego de una pastoral de la cultura consiste en restituirlo a su plenitud de criatura “a imagen y semejanza de Dios” (Gn 1, 26), sustrayéndolo a la tentación antropocéntrica de considerarse independiente del Creador. Así pues, y esta observación es capital para una pastoral de la cultura, “no se puede negar que el hombre existe siempre en una cultura concreta, pero tampoco se puede negar que el hombre no se agota en esta misma cultura. Por otra parte, el progreso mismo de las culturas demuestra que en el hombre existe algo que las transciende. Este “algo” es precisamente la naturaleza del hombre. Precisamente esta naturaleza es la medida de la cultura y es la condición para que el hombre no sea prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda su dignidad personal viviendo de acuerdo con la verdad profunda de su ser” (cf. Juan Pablo II, Carta encíclica Veritatis splendor,  n. 53).

Al encontrarnos en esta etapa coyuntural en la vida de nuestro Seminario, es importante que nos demos cuenta, en una visión retrospectiva y en una autocrítica, del rol que esta noble Institución ha desempañado en la cultura y en la idiosincrasia de nuestros pueblos, tanto de Querétaro como de Guanajuato y además, del compromiso que debemos adquirir ante los retos epocales que debemos asumir dando una respuesta que satisfaga, sin menoscabar la integridad de la persona y la verdad del evangelio.  Esta semana cultural debe ser una oportunidad para tomar conciencia que los sacerdotes estamos llamados a ser “agentes de cultura”. Más aún, la misma Institución es creadora de cultura. Por el influjo que este refleja en la mente y en el corazón de cada seminarista que aquí llega motivado por la llamada vocacional y de su  servicio en favor de la educación y de la formación en las ciencias humanas, pues muchos aunque no llegan a ser sacerdotes, beben los principios y valores cristianos que les han de permitir ser “sal de la tierra y luz del mundo” (cf. Mt 5, 13-16) en los ambientes donde posteriormente ese desenvuelven.

El Papa Pio IX al emitir la Bula de Erección de la Diócesis de Querétaro al respecto del Seminario Diocesano señaló: “Importa también en gran manera que algunos jóvenes llamados a la suerte del Señor, puedan ser educados a manera de nuevas plantaciones de olivas y formarse asiduamente y con cuidado para que produzcan después para toda la Diócesis exquisitos frutos de buenas obras” (cf. Deo Optimo Máximo, Bula de fundación del obispado de Querétaro, estudio introductorio de Francisco Paulín Gómez, Reimpresión Municipio de Querétaro, Ed. Librarius, Santiago de Querétaro 2014, p. 87). Esta indicación precisa del Santo Padre después de 150 años, generación tras generación y que a pesar de las vicisitudes históricas, incluso el de la persecución,  hoy sigue siendo un desafío y un compromiso eclesial, en el que estamos implicados todos y cada uno de los bautizados, pues el Seminario es y seguirá siendo el corazón de la Diócesis.

Considero que el Seminario al formar futuros pastores  asume con responsabilidad el hecho de formar hombres cultos,  capaces de cultivar con la semilla del evangelio el corazón del hombre.

Cultura es sinónimo de evangelización. “Evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad […] Se trata también de alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación (cf. Evangelii Nuntiandi, 18-19).

Lo que importa es evangelizar no de una manera decorativa, como con un barniz superficial, sino de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces la cultura y las culturas del hombre, en el sentido rico y amplio que tienen sus términos en la Gaudium et spes, tomando siempre como punto de partida la persona y teniendo siempre presentes las relaciones de las personas entre sí y con Dios. El Evangelio, y por consiguiente la evangelización, no se identifican ciertamente con la cultura y son independientes con respecto a todas las culturas. Sin embargo, el reino que anuncia el Evangelio es vivido por hombres profundamente vinculados a una cultura y la construcción del reino no puede por menos de tomar los elementos de la cultura y de las culturas humanas. Independientes con respecto a las culturas, Evangelio y evangelización, no son necesariamente incompatibles con ellas, sino capaces de impregnarlas a todas sin someterse a ninguna. La ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo […] De ahí que hay que hacer todos los esfuerzos con vistas a una generosa evangelización de la cultura, o más exactamente de las culturas. Estas deben ser regeneradas por el encuentro con la Buena Nueva” (Evangelii Nuntiandi, n. 20). Para hacerlo es necesario anunciar el Evangelio en la lengua y la cultura de los hombres.

El evangelizador, cuya propia fe está ligada a una cultura, ha de dar abierto testimonio del puesto único de Cristo, de la sacramentalidad de su Iglesia, del amor de sus discípulos a todo hombre y a “todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio” (Fil 4, 8), lo que implica el rechazo de todo lo que es fuente o fruto del pecado en el corazón de las culturas.

Por tanto el decreto conciliar sobre la formación sacerdotal nos enseña que “Toda la educación de los alumnos en ellos debe tender a que se formen verdaderos pastores de almas a ejemplo de Nuestro Señor Jesucristo, Maestro, Sacerdote y Pastor, prepárense, por consiguiente, para el ministerio de la palabra: que entiendan cada vez mejor la palabra revelada de Dios, que la posean con la meditación y la expresen en su lenguaje y sus costumbres” (Decreto conciliar Optatam Totius, 4). Este sigue siendo  el reto y el gran desafió de la entera formación.

El Seminario, como todas las instituciones eclesiales, necesita constantemente mirarse a sí mismo, para evaluar y constatar si la formación que está ofreciendo a los jóvenes seminaristas, está acorde con la realidad y los desafíos de ahora y del tiempo en el cual habrán de ejercer el ministerio los futuros sacerdotes. “Hay estructuras eclesiales que pueden llegar a condicionar un dinamismo evangelizador” (Evangelii Gaudium, 26).  El anhelo es que el Seminario sufra una constante renovación eclesial que tienda cada vez más a formar auténticos discípulos misioneros de Jesucristo, para actuar la misión permanente.

Con estas reflexiones, queridos amigos, formulo mis mejores deseos y oro por vuestro arduo trabajo durante esta semana. Pido a Dios que todo ello se inspire y dirija siempre por una sabiduría humana que busque sinceramente la verdad que nos hace libres (cf. Jn 8, 28). Gracias.

 

† Faustino Armendáriz Jiménez

Obispo de Querétaro