PALABRA DOMINICAL: DOMINGO DE LA OCTAVA DE NAVIDAD, SOLEMNIDAD DE LA MADRE DE DIOS. Lc 2, 16-21.

DOMINGO DE LA OCTAVA DE NAVIDAD

SOLEMNIDAD DE LA MADRE DE DIOS

Lc 2, 16-21.

«BAJO TU AMPARO, SANTA MADRE DE DIOS»

Mons. Faustino Armendaris

Después de haber celebrado hace ocho días la gran fiesta de la Navidad, el evangelista nos narra lo que ocurrió inmediatamente después de que los Ángeles anunciaron el nacimiento del Hijo de Dios a los pastores. San Lucas (2, 16-21) dice que inmediatamente después de que los Ángeles se volvieron al cielo, los pastores se dijeron: “Vayamos hasta Belén y veamos lo que ha ocurrido” (v. 15b). Entonces,  “Fueron apresuradamente y hallaron a María y a José con el recién nacido acostado en un pesebre” (v. 16).

La liturgia de esta gran fiesta, quiere que centremos la mira en María, la Madre de Dios, con el firme propósito de aprender de ella  a custodiar el misterio de la Encarnación. Aprendamos de ella a acoger al Niño que por nosotros nació en Belén. Si en el Niño nacido de ella reconocemos al Hijo eterno de Dios y lo acogemos como nuestro único Salvador, podemos ser llamados, y seremos realmente, hijos de Dios: hijos en el Hijo. El Apóstol escribe:  “Envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva” (Ga 4, 4-5).

Llama la atención como el evangelista san Lucas hace mención que la María meditaba silenciosamente estos acontecimientos extraordinarios en los que Dios la había implicado. “María conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón” (Lc 2, 19). El Niño recostado en el pesebre, aun siendo en apariencia semejante a todos los niños del mundo, al mismo tiempo es totalmente diferente: es el Hijo de Dios, es Dios, verdadero Dios y verdadero hombre. Este misterio —la encarnación del Verbo y la maternidad divina de María— es grande y ciertamente no es fácil de comprender con la sola inteligencia humana.

Sin embargo, en la escuela de María podemos captar con el corazón lo que los ojos y la mente por sí solos no logran percibir ni pueden contener. En efecto, se trata de un don tan grande que sólo con la fe podemos acoger, aun sin comprenderlo todo. Y es precisamente en este camino de fe donde María nos sale al encuentro, nos ayuda y nos guía. Ella es madre porque engendró en la carne a Jesús; y lo es porque se adhirió totalmente a la voluntad del Padre. San Agustín escribe: “Ningún valor hubiera tenido para ella la misma maternidad divina, si no hubiera llevado a Cristo en su corazón, con una suerte mayor que cuando lo concibió en la carne” (De sancta Virginitate 3, 3). Y en su corazón María siguió conservando, “poniendo juntamente”, los acontecimientos sucesivos de los que fue testigo y protagonista, hasta la muerte en la cruz y la resurrección de su Hijo Jesús.

Sólo conservando en el corazón, es decir, poniendo juntamente y encontrando una unidad de todo lo que vivimos, podemos entrar, siguiendo a María, en el misterio de un Dios que por amor se hizo hombre y nos llama a seguirlo por la senda del amor, un amor que es preciso traducir cada día en un servicio generoso a los hermanos.

Si nos ponemos bajo el amparo de la Santa Madre de Dios, debemos tener la certeza y la seguridad de que Ella, nos ayudará para entender que Dios, es capaz de darnos la alegría, la esperanza y  consuelo que nuestra vida necesitan.

Por eso, les invito par que siempre recemos de manera personal o en familia,  aquella hermosa oración que ha acompañado a la Iglesia por generaciones y generaciones:

«Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios; no desprecies las oraciones que te dirigimos en nuestras necesidades, antes bien líbranos de todo peligro, ¡oh Virgen gloriosa y bendita! Amén».