Homilía en la Misa de las Ordenaciones Sacerdotales

Seminario Conciliar de Nuestra Señora de Guadalupe
Santiago de Querétaro, Qro., 28 de julio de 2012.

 

Venerables hermanos en el episcopado,
estimados sacerdotes,
queridos ordenandos,
muy queridos seminaristas,
hermanos y hermanas todos en el Señor:

1. Les saludo a todos ustedes en el Señor Jesucristo, nuestro Sumo y Eterno Sacerdote (cf. Hb 5, 1-7), a quien el Padre ha constituido Pastor y Guía de la comunidad de creyentes. Pues obediente al proyecto del Padre con su vida marcó una nueva etapa en la historia de la humanidad, convirtiéndose en causa de salvación eterna para quienes crean en él. Saludo a mis hermanos sacerdotes quienes hoy se hacen presentes para acoger a estos nuevos hermanos en el seno del Ordo Presbiterorum, de modo especial saludo al P. Martín Lara Becerril, Rector del Seminario, a quien le agradezco la presentación solemne que ha hecho de estos jóvenes, pues en sus palabras vemos reflejada la intención de la Iglesia al solicitar la Sagrada Ordenación para estos 10 jóvenes diáconos. En Usted agradezco a todos los formadores y bienhechores por los esfuerzos realizados a lo largo de la formación de estos jóvenes. Dios les bendiga por su vida de testimonio y entrega. Quiero dirigir un particular saludo a la familia de cada uno de los ordenandos y a su vez agradecer su generosidad al entregar a uno de sus hijos al servicio del Reino de Dios. ¡Nunca pierdan de vista la importancia y el papel que desempeñan en la vocación y ministerio de su hijo sacerdote!. Saludo con grande gozo en este un día absolutamente singular, a ustedes queridos diáconos, a quienes, como Obispo y Pastor de esta Diócesis, me alegra conferir la ordenación sacerdotal. Así, entrarán a formar parte de nuestro presbyterium, viviendo la estrecha comunión con su Obispo. “Que nada haya entre ustedes que pueda dividirlos, antes bien, formen un solo cuerpo con su Obispo y con quienes les presiden, para que sean modelo y ejemplo de inmortalidad” (cf. Ignacio de Antioquía, Carta a los Magnesios, 6). Junto con los sacerdotes de la diócesis, doy gracias al Señor por el don de su sacerdocio, que enriquecerá nuestra comunidad con su vida y con su ejemplo.

2. La densidad teológica del breve pasaje evangélico que acaba de proclamarse en la liturgia de la Palabra, nos ayuda a percibir mejor el sentido y el valor de esta solemne celebración. Hemos escuchado parte del texto que la tradición cristiana llama “La oración sacerdotal de Jesús”; mediante la cual, Jesús ora por los discípulos de todos los tiempos: «Santifícalos en la verdad: tu palabra es la verdad. Como tú me enviaste al mundo, así los envío también yo al mundo. Y por ellos me consagro yo, para que también ellos se consagren a ti, por medio de la verdad» ( Jn 17, 17-19). Esta oración, en primer lugar, es en definitiva una oración por el éxito salvífico que el Padre ha manifestado en el Hijo, pues los discípulos no existen para sí mismos. No constituyen una piadosa asociación, que tiene como fin asegurar a sus miembros el pacífico disfrute de las alegrías espirituales. Si le han sido confiados no es para el goce de su compañía, sino en vistas a su misión. En efecto, todo lo que el Padre ha puesto a disposición del Hijo es propiedad del Padre y está ordenado a su servicio. Lo que el Padre tiene como suyo, lo ha confiado al Hijo como único dispensador de su revelación. Los discípulos le han sido confiados para que transmitan al mundo, por la alegría que transfigura sus rostros, el reflejo de la gloria que han visto en Él. Así el Hijo es glorificado en ellos y su gloria se difunde por ellos.

3. Queridos Diáconos, aquí encuentra sentido la primera promesa que el Obispo les pide hacer antes de la ordenación: ¿Están dispuestos a desempeñar siempre el ministerio sacerdotal en el grado de presbíteros, como buenos colaboradores del orden episcopal, apacentando el rebaño del Señor y dejándose guiar por el Espíritu Santo? Se entra en el sacerdocio a través del sacramento; y esto significa precisamente: a través de la entrega a Cristo, para que él disponga de mí; para que yo lo sirva y siga su llamada, aunque no coincida con mis deseos de autorrealización y estima. Por tanto, así debe ser en nuestro caso. Ante todo, en nuestro interior debemos vivir la relación con Cristo y, por medio de él, con el Padre; sólo entonces podemos comprender verdaderamente a los hombres, sólo a la luz de Dios se comprende la profundidad del hombre; entonces quien nos escucha se da cuenta de que no hablamos de nosotros, de algo, sino del verdadero Pastor. El pastor no puede contentarse con un saber parcial. Su conocimiento debe ser siempre también un conocimiento de las ovejas con el corazón, el cual es posible solamente si el Señor ha abierto nuestro corazón, si nuestro conocimiento no vincula las personas a nuestro pequeño yo privado, a nuestro pequeño corazón, sino que, por el contrario, les hace sentir el corazón de Jesús, el corazón del Señor. Debe ser un conocimiento con el corazón de Jesús, un conocimiento orientado a él, un conocimiento que no vincula la persona a mí, sino que la guía hacia Jesús, haciéndolo así libre y abierto. Así también nosotros nos hacemos cercanos a los hombres. “Jesús nos transmitió las palabras de su Padre y es el Espíritu quien recuerda a la Iglesia las palabras de Cristo” (cf. Jn 14, 26). Ya desde el principio los discípulos habían sido formados por Jesús en el Espíritu Santo, el Maestro interior que conduce al conocimiento de la verdad total formando discípulos y misioneros (cf. DA 153). Esta es la razón por la cual los seguidores de Jesús deben dejarse guiar constantemente por el Espíritu (cf. Gal 5, 25), y hacer propia la pasión por el Padre y el Reino: anunciar la Buena Nueva a los pobres, curar a los enfermos, consolar a los tristes, liberar a los cautivos y anunciar a todos el año de gracia del Señor (cf. Lc 4, 18-19). Por lo tanto la misión de la Iglesia no puede ser considerada como algo facultativo o adicional a la vida eclesial. Se trata de dejar que el Espíritu nos asimile a Cristo Mismo, participando así en su misma misión. Es la Palabra misma la que nos lleva hacia los hermanos, es la palabra que ilumina, purifica, convierte. Nosotros no somos más que servidores (cf. Benedicto XVI, la alegría de la fe, p.82).

4. Otro aspecto que nos permite reflexionar este texto evangélico, es precisamente en la importancia de la Palabra en la vida de los discípulos: “Santifícalos en la verdad: tu palabra es la verdad”. “Santificar” significa poner aparte, retirar del mundo profano, reservar a la divinidad y a su servicio. Con ello el Señor quiere significar que los discípulos en virtud de su relación divina con ellos, han sido retirados del mundo, colocados aparte, y que por lo tanto, han de permanecer disponibles al servicio de la verdad revelada. Con esta  súplica, Jesús pide a su Padre que imprima en lo más hondo de sus discípulos el sello transformador de la revelación, a fin de que no se dejen absorber por el mundo, sino que sean en el mundo fermento de vida nueva. “Tu palabra es la Verdad”, es decir, la palabra de Dios que se ha encarnado en la persona de Jesús, es la única Verdad, la única que da sentido y eficacia a la vida. Por eso queridos hermanos y hermanas, la vida de los discípulos ha de fundarse en ella, porque lo que está fuera de ella no es más que mentira y apariencia, sobre la cual no es posible edificar el Reino de Dios. Esta santificación en la verdad, lleva consigo un mandato, ¡el ser enviado!, pues el mismo Jesús ha sido santificado y enviado en orden a una misión: “dar a conocer el resplandor del ser divino y realizar el mensaje de salvación en el mundo”. No se puede ser testigo, sino a condición de ser sus amigos y de perseverar en su intimidad, aprendiendo de él lo que ha aprendido del Padre.

5. Queridos hijos: de ahí que la segunda promesa con la cual se les interroga antes de la ordenación se formula de esta manera: ¿Realizarás el ministerio de la Palabra, preparando la predicación del evangelio y la exposición de la fe católica con dedicación y sabiduría? «La Palabra de Dios es indispensable para formar el corazón de un buen pastor, ministro de la Palabra» (cf. Exhot. Apost. Post. Verbum Domini, 78). No podemos pensar de ningún modo en vivir nuestra vocación y nuestra misión sin un compromiso decidido y renovado de santificación, que tiene en el contacto con la Biblia uno de sus pilares. La Nueva Evangelización exige la transmisión de la fe, cuyo depósito se encuentra en la Sagrada Tradición y en la Sagrada Escritura, confiado a la Iglesia, la cual, pastores y fieles colaboran en estrecha relación para la conservación, el ejercicio y la profesión de la fe ( cf. Cons. Apost. Dei Verbum, 10). Jóvenes diáconos próximos a ser consagrados, la consagración es radical, pues la Palabra de Dios es, por decirlo así, el baño que los purifica, el poder creador que los transforma en el ser de Dios. el papa Benedicto XVI se pregunta al respecto de esta realidad: “¿cómo están las cosas en nuestra vida? ¿Estamos realmente impregnados por la palabra de Dios? ¿Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más que lo que pueda ser el pan y las cosas de este mundo? ¿La conocemos verdaderamente? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto de que realmente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro pensamiento? ¿O no es más bien nuestro pensamiento el que se amolda una y otra vez a todo lo que se dice y se hace? ¿Acaso no son con frecuencia las opiniones predominantes los criterios que marcan nuestros pasos? ¿Acaso no nos quedamos, a fin de cuentas, en la superficialidad de todo lo que frecuentemente se impone al hombre de hoy? ¿Nos dejamos realmente purificar en nuestro interior por la palabra de Dios? Son preguntas a las que estamos obligados a dar una respuesta ahora y en el futuro ministerio, a todo aquel que nos pida razón de nuestra fe (cf. 1 Pe 3, 15).

6. Un tercer elemento que no quisiera dejar de subrayar de la oración sacerdotal de Jesús, es la importancia de la entrega generosa que Jesús hace de sí mismo: “Yo me santifico a mí mismo por ellos” (Jn 17, 17). El señor mismo se ha consagrado al Padre totalmente por la muerte en la cruz, a fin de que también los discípulos sean santificados en la verdad. El Verbo se ha hecho sangre, pues su consagración total a Dios es la señal más evidente del amor de Dios y del amor del Señor hacia los suyos, su muerte es la vida de ellos, la cruz es lo que nos santifica verdaderamente, en ella se encierra todo el misterio de nuestra redención y ella contiene también el origen del sacerdocio de la Iglesia, de nuestro sacerdocio. La carta a los Hebreos de manera esplendida nos ha dicho: “todo sumo sacerdote es un hombre escogido entre los hombres y puesto al servicio de Dios, en favor de los hombres, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados” (Hb 5, 1). Con la Ordenación sacerdotal ustedes queridos diáconos, recibirán precisamente esta noble tarea que encuentra su origen en el misterio de la cruz del Señor. Amen su sacerdocio ¡Custódienlo al grado de morir por él¡ de manera que su vida sea un ícono del sacerdocio de Cristo.

7. Hermanos y hermanas, debemos estar felices y contentos, pues al instituir el sacramento de la Eucaristía, Jesús anticipa e implica el Sacrificio de la cruz y la victoria de la resurrección. Situando en este contexto su don, Jesús manifiesta el sentido salvador de su muerte y resurrección, misterio que se convierte en el factor renovador de la historia y de todo el cosmos. En efecto, la institución de la Eucaristía muestra cómo aquella muerte, de por sí violenta y absurda, se ha transformado en Jesús en un supremo acto de amor y de liberación definitiva del mal para la humanidad. Hoy, con el sacramento del Orden, se les concede a estos ordenandos la gracia de confeccionar la Eucaristía. Se les confía el sacrificio redentor de Cristo; se les confía el milagro de hacer presente su cuerpo entregado y su sangre derramada en la asamblea eucarística. Ciertamente, Jesús ofrece su sacrificio, su entrega de amor humilde y completo a la Iglesia, su Esposa, en la cruz. Por lo cual, ustedes diáconos harán la promesa de: “estar dispuestos a presidir con piedad y fielmente la celebración de los misterios de Cristo, especialmente el sacrificio de la eucaristía y el sacramento de la reconciliación, para la alabanza de Dios y santificación del pueblo cristiano, según la tradición de la Iglesia”. Con esta promesa ustedes jóvenes se comprometen a tener como centro de su vida la Eucaristía, mas aún, están llamados a vivir del misterio de la redención que se sintetiza en la Eucaristía y en el sacramento de la Reconciliación. Ustedes serán servidores de Cristo y de la Iglesia y tendrán que esforzarse continuamente en ser signos que, como dóciles instrumentos, en sus manos reflejen a Cristo. Expresado particularmente en la humildad al dirigir la acción litúrgica, obedeciendo y correspondiendo con el corazón y la mente al rito, evitando todo lo que pueda dar precisamente la sensación de un protagonismo suyo inoportuno (cf. Exhot. Apost. Post. Sacramentum Caritaris, 23).

8. Y finalmente queridos ordenandos, de manera hermosa ustedes están llamados a prolongar perpetuamente este sacrificio de alabanza mediante la Liturgia de las Horas. El cual, la Iglesia, desempeñando la función sacerdotal de Cristo su cabeza, ofrece a Dios, «sin interrupción» como sacrificio de alabanza, es decir, la primicia de los labios que cantan su nombre. Esta oración es «la voz de la misma Esposa que habla al Esposo; más aún, es la oración de Cristo, con su Cuerpo, al Padre». Por tanto, “todos aquellos que ejercen esta función, por una parte cumplen la obligación de la Iglesia y por otra participan del altísimo honor de la Esposa de Cristo, ya que, mientras alaban a Dios, están ante su trono en nombre de la madre Iglesia” (cf. Institución General de la Liturgia de las Horas, 15). Por ello, el Obispo les preguntará: ¿Están dispuestos a invocar la misericordia divina con nosotros, en favor del pueblo de Dios que les será encomendado, perseverando en el mandato de orar sin desfallecer? Nacidos como fruto de esta oración, ustedes mantendrán vivo su ministerio con una vida espiritual a la que darán primacía absoluta, evitando descuidarla a causa de las diversas actividades (cf. Directorio general para la vida y ministerio de los presbíteros, n. 38). Para desarrollar un ministerio pastoral fructuoso, necesitan tener una sintonía particular y profunda con Cristo, el Buen Pastor, el único protagonista principal de su acción pastoral. A este propósito me vienen a la mente aquellas palabras de San Ignacio de Antioquía que recientemente leíamos en el oficio de lectura: “Arrojen, pues, de ustedes, la mala levadura, vieja ya, y agriada, y transfórmense en la nueva, que es Jesucristo, imprégnense de la sal de Cristo, a fin de que nadie se corrompa entre ustedes, pues por vuestro olor serán calificados” (cf. San Ignacio de Antioquia, carta a los magnesios, 10). Que el olor del crisma que hoy ungirá sus manos nunca desaparezca de ustedes y sean en el mundo, con la fuerza del Espíritu Santo, instrumentos de santificación para el pueblo cristiano y puedan ofrecer a Dios continuamente el sacrificio de su Hijo Jesucristo.

9. Queridos hermanos y hermanas que participan en esta celebración, y en primer lugar ustedes, parientes, familiares y amigos de estos 10 diáconos que dentro de poco serán ordenados presbíteros, apoyemos a estos hermanos nuestros en el Señor con nuestra solidaridad espiritual. Oremos para que sean fieles a la misión a la que el Señor los llama hoy, y para que estén dispuestos a renovar cada día a Dios su «sí», su «heme aquí», sin reservas. El “amén solemne” con el que ustedes responderán a la plegaria de la ordenación, repítanlo toda su vida por estos jóvenes y por todos los sacerdotes, pues así lo creemos y así lo deseamos. Roguemos al Dueño de la mies que siga suscitando numerosos y santos presbíteros, totalmente consagrados al servicio del pueblo cristiano.

10. Que les acompañe María, Madre de los sacerdotes. Ella, que al pie de la cruz se unió al sacrificio de su Hijo y, después de la resurrección, en el Cenáculo, recibió con los Apóstoles y con los demás discípulos el don del Espíritu, les ayude a ustedes y a cada uno de nosotros, queridos hermanos en el sacerdocio, a dejarnos transformar interiormente por la gracia de Dios. Sólo así es posible ser imágenes fieles del buen Pastor; sólo así se puede cumplir con alegría la misión de conocer, guiar y amar la grey que Jesús se ganó al precio de su sangre. Amén.

 

† Faustino Armendáriz Jiménez
Obispo de Querétaro