DESDE LA CEM: Homilía de Mons. Pedro Vazquez Villalobos

Amados hermanos:

Reunidos en torno a la mesa donde se hará presente el Resucitado, donde Él muere y se entrega sin reservas ofreciéndonos su cuerpo y sangre que a través de nuestra fragilidad nos confía en este milagro de amor.

En un mundo y un país azotado por tantas situaciones de muerte e injusticias, desde nuestro servicio nos invita a ser semillas de vida nueva para nuestros pueblos, que ven en nuestras personas la presencia del que murió y resucitó.  Personalmente me siento llamado en mi nueva encomienda para poner con humildad mi nada para que Él sea todo: ¡Señor tu sabes que te amo!

También hoy, como en su tiempo a los Apóstoles,  nos quieren callar para que la verdad de Dios no sea anunciada. Quieren que guardemos silencio ante los abortos, el matrimonio entre personas del mismo sexo, la violencia, el narcotráfico, la corrupción, la impunidad y otras muchas situaciones de muerte y de pecado.

Nuestra voz tiene que ser escuchada no silenciada. Para ello necesitamos de la valentía de los apóstoles para enfrentarnos a estas realidades.

No se nos olvide que primero hay que obedecer a Dios y luego a los hombres. Para ello es necesario crecer en el espíritu de oración para ser los hombres fuertes en Dios. Que nuestro testimonio de entrega y fidelidad al Evangelio, sea el que mueva los corazones de los creyentes y no creyentes.

Su Espíritu resucitado y resucitador no tiene medida al dársenos como don y tarea que nos pide obediencia y atención, para mantener abiertos los ojos, los oídos y el corazón al clamor de nuestros pueblos que esperan y confían en nosotros, que somos testigos de la Resurrección sabiendo que Él nos libra de nuestros males como dice el salmista, para fortalecernos y concedernos el valor de su autoridad suprema por encima de las autoridades humanas que se corrompen en su ser y quehacer y nos pide tener siempre presente que el mejor testimonio de esta verdad la confía a nuestras débiles fuerzas, por eso incesantemente pedimos perdón y gracia, luz y sabiduría, consuelo y fortaleza ¡Venga a nosotros tu Reino¡

En este tiempo pascual, fortalecidos por el camino recorrido para llegar aquí, ofrecemos la plegaria y el sacrificio, para que quienes hemos sido invitados como sucesores de los apóstoles mantengamos viva la esperanza, que de una manera especial nuestras Iglesias particulares, esperan de quienes inmerecidamente, e indignamente, estamos trabajando para construir su Reino, desde las particularidades de esta porción del pueblo de Dios, concreta y específica de nuestra nación mexicana.

Que seamos voz de esperanza para los desesperados.

Testimonio de ternura y compañía para los lastimados, ultrajados, despreciados, ninguneados, desechados en este tiempo e historia que nos toca acompañar.

La riqueza extraordinaria de la fe de nuestros pueblos siempre alentada por nuestra santa madre de Guadalupe, debe ser cuidada y protegida para que esta religiosidad se purifique cada día y sea una vivencia de fe auténtica.

Llamados a servir con humildad y alegría, en la construcción de la paz que es un anhelo y compromiso para los creyentes en las situaciones de dolor y luto que viven nuestras comunidades.

Que seamos presencia del Resucitado que vence las tinieblas y fortalece a sus discípulos de todos los tiempos y lugares de esta humanidad, criaturas de la Divinidad que hemos recibido su hálito de Vida para vencer nuestras fragilidades.

La Vida en abundancia que nos trae permanentemente nuestro Señor Resucitado, sea la medida para desempeñar nuestro ministerio.

Los pueblos y las culturas, de nuestras diócesis, animen nuestro caminar como pastores, nos muevan, para que con un corazón agradecido y una entrega total al ministerio, seamos fieles testigos del Resucitado.

Los sacerdotes y religiosas que acompañamos como padres y pastores, los laicos comprometidos que son una riqueza de la Iglesia, con su oración y colaboración hagan más fecunda la tarea, incluyendo a los alejados que son un reto que exige respuesta. Los agentes de muerte que  no faltan en nuestro quehacer, reciban de nuestros labios y actitud el amor de quien venció a la muerte.

Seamos una Iglesia en salida, como nos lo pide el Papa Francisco, alentemos los planes y proyectos pastorales, que a partir del conocimiento de la realidad que vivimos, alimentada y fortalecida con la Palabra divina, el magisterio de la Iglesia y el aporte de tantas personas de buena voluntad, traerá como consecuencia un compromiso que responda y organice la solidaridad y fraternidad.

La celebración de los 500 años del acontecimiento Guadalupano y los 2000 años de la Redención, son en sí mismos una convocatoria para sumar nuestros esfuerzos, nuestros dones y carismas para que demos razón de nuestra esperanza.

Si la Pascua es el paso de la muerte a la vida y la celebramos con gozo, busquemos, hagamos clara nuestra tarea: “para que nuestros pueblos en Él tengan Vida plena”.  Esta es una magnífica razón para comprometernos en este tiempo que nos corresponde impulsar la gran tarea de la Evangelización, sustancia y esencia de nuestra Iglesia.

¡El crucificado es el Resucitado!

Es nuestro camino, verdad y Vida.

Es el motor de nuestro impulso y el timón de nuestro destino.

Es la vida plena que se hace presente, a través de nuestra fragilidad.

FELICES PASCUAS y proclamemos como la Iglesia naciente:

¡CRISTO HA RESUCITADO!   VERDADERAMENTE HA RESUCITADO.